Childe Roland a la Torre Oscura llegó
I.
Mi
primer pensamiento fue que él mentía con cada palabra,
Aquel
anciano decrépito, con ojos maliciosos
observando
con astucia el efecto de su mentira
en
los míos, y la boca que apenas disimulaba
el
júbilo, que deformaba sus labios,
por
haber atrapado otra víctima.
II.
¿Para
qué no estaba él dispuesto con su cayado?
¿Para
qué, salvo para acechar con sus engaños, para confundir
a
todo viajero que lo encontrase allí sentado
y
preguntase el camino? Conjeturé qué risa cadavérica
brotaría,
qué falacias escribiría en mi epitafio
como
pasatiempo en la polvorienta calzada.
III.
Si
por su consejo yo girase
Hacia
aquella ominosa región en la que, como todos saben,
se
esconde la Torre Oscura. Aun así, aceptándolo,
torcí
hacia donde él señalaba: no por vanidad,
ni
por la esperanza en el final señalado,
sino
por la alegría de que existiese algún final.
IV.
Porque,
a pesar de mis andanzas por toda la tierra,
a
pesar de mi camino que se alargaba en penosos años, mi esperanza
era
un fantasma nunca dispuesto ante
ese
turbulento regocijo que brindaría el éxito,
apenas
podía intentar reprimir la emoción
que
sintió mi alma, al hallar un fallo en su aptitud.
V.
Al
igual que un enfermo que se acerca a su muerte,
parece
efectivamente muerto, y empiezan las sensaciones y concluyen
las
lágrimas y recibe el adiós de cada amigo,
y
oye a uno proponer a otro marchar, para respirar
libremente
en el exterior, (“puesto que todo ha terminado, dijo él,
y
ningún lamento puede compensar la desgracia”).
VI.
Mientras
unos discuten si cerca de otras tumbas
habrá
espacio suficiente para él, y qué momento del día
es
el mejor para trasladar el cadáver,
poniendo
empeño en los estandartes y pañuelos:
el
enfermo aún lo oye todo, y solamente anhela
no
deshonrar tan tierno amor, y permanecer.
VII.
Así,
he sufrido tanto en esta lúgubre búsqueda,
He
oído el fracaso tan a menudo anunciado, he sido incluido
tantas
veces en “El Grupo”- a saber,
Los
caballeros que al sendero de la Torre Oscura encaminaron
sus
pasos- que el sólo fallar como ellos parecía un triunfo,
Y
toda la duda ahora era- ¿sería digno?
VIII.
Así,
en silenciosa amargura, me alejé de él,
De
aquel odioso anciano, fuera de su camino,
Hacia
el sendero que él señalaba. Todo el día
había
sido tranquilo a lo sumo, y turbio
se
volvía hacia el final, y aún soltó una tétrica
mirada
roja y obscena para ver al llano atrapar al distraído caminante.
IX.
¡Por
la marca! Apenas me hube
internado
en la planicie, tras un paso o dos,
Al
detenerme para echar una última mirada atrás,
hacia
el seguro camino, éste había desaparecido; gris llanura por todas partes:
Nada
salvo planicie hasta el fin del horizonte.
Debía
seguir; no había más que hacer.
X.
Así
continué. Creo que nunca antes vi
tan
yerma e impura naturaleza; nada prosperaba:
Por
flores- se podía esperar una arboleda de cedros!
Pero
la gramínea, el tártago podía, de acuerdo con su ley,
Propagar
su especie, sin nada que temer,
Pensarías
que uno cardo habría sido una joya invaluable.
XI.
¡No!
Penuria, pereza y llanto,
De
alguna extraña manera, eran parte de la tierra. “Mira
o
cierra tus ojos,” dijo Natura con mal talante,
“Nada
instruye, mi caso no tiene remedio;
Es
el fuego del Juicio quien debe sanar este sitio,
calcinar
sus suelos y liberar a mis prisioneros.”
XII.
Si
algún rasgado tallo de cardo se elevara
Sobre
sus compañeros, le cortaban la cabeza, los torcidos
Sentían
celos sino. ¿Qué hizo esos agujeros y rasgaduras
en
las ásperas hojas de hierba del muelle, golpeadas como para impedir
¿Toda
esperanza de verdor? Existe alguna bestia que debe andar
destrozando
sus vidas, con bestiales intentos.
XIII.
En
cuanto a la hierba, crecía tan exigua como el cabello
en
el leproso; delgadas hojas secas se alzaban en el lodo,
Que
por debajo parecía hecho de sangre.
Un
yerto caballo ciego, con cada hueso visible,
permanecía
estupefacto sobre cómo llegó allí,
Expulsado
de su anterior servicio en el establo del diablo.
XIV.
¿Vivo?
Por lo que a mí concierne él podría estar muerto,
con
aquella roja delgadez y el cuello hundido por el esfuerzo,
y
los ojos cerrados bajo la pútrida crin;
Raramente
tal monstruosidad iba de la mano con semejante tristeza;
Nunca
vi una bestia a la que odiase tanto;
Debía
ser perversa para merecer tanto dolor.
XV.
Cerré
mis ojos y los volví hacia mi corazón.
Como
un hombre pide vino antes de luchar,
clamé
un sorbo de anteriores y más felices escenas
esperando
así cumplir bien mi cometido.
Piensa
primero, pelea después- el arte del soldado:
Un
saborear el pasado lo pone todo en orden.
XVI.
¡Eso
no! Imaginé el enrojecido rostro de Cuthbert
Bajo
el adorno de sus dorados rizos,
Querido
amigo, hasta que casi pude sentirlo rodear
su
brazo con el mío para llevarme hacia el lugar,
Como
él solía hacerlo. ¡Ay! ¡La desgracia de una noche!
Se
apagó el nuevo fuego de mi corazón y lo dejó frío.
XVII.
Luego
a Giles, el espíritu del honor- ahí se yergue él,
Leal
como hace diez años recién armado caballero,
a
lo que cualquier hombre honrado se atreviera (dijo él) él se atrevió.
Bien
-pero la escena cambia – ¿Qué manos patibularias
Clavarían
un pergamino sobre su pecho? Sus propias manos
lo
leyeron. ¡Pobre traidor, escupió y maldijo!
XVIII.
Es
preferible este presente que un pasado así;
¡De
vuelta hacia mi oscuro sendero otra vez!
Ningún
sonido, nada se ve hasta donde alcanza la vista.
¿Enviará
la noche una lechuza o un murciélago?
Pregunté,
cuando algo en la lóbrega llanura
Vino
a interrumpir mis pensamientos y cambiar su curso.
XIX.
Un
repentino arroyo se atravesó en mi camino,
Tan
inesperado como la aparición de una serpiente.
Corriente
tumultuosa, discordante con las tinieblas;
Ésta,
tal como espumeaba, bien podría haber sido un baño
para
la ardiente garra del demonio- al contemplar la ira
de
su negro remolino salpicado de escamas y espuma.
XX.
¡Tan
insignificante, y aún así tan malévolo! A todo lo largo,
Los
bajos y esmirriados alisos se arrodillaban ante él,
Los
empapados sauces se arrojaban a sí mismos de cabeza en un arranque
de
silenciosa desesperación; un suicidio en masa:
El
río que les había hecho tanto mal,
Lo
que quiera que ello fuese, se iba rodando, sin dejarse persuadir.
XXI.
El
cual, mientras vadeaba, – ¡Cielo Santo, cómo temí
poner
mi pie sobre la mejilla de un hombre muerto
a
cada paso, o sentir la lanza que introduje buscando
agujeros,
enredada en su cabello o su barba!
–
Pudo haber sido una rata de agua lo que ensarté
Pero,
¡Ugh! Sonó como el chillido de un bebé.
XXII.
Me
sentí alegre al llegar a la otra orilla.
en
búsqueda de una tierra mejor. ¡Vano Augurio!
¿Quiénes
eran los enemigos, qué guerra libraban,
cuyas
salvajes pisadas hollarían así el húmedo
terreno
y lo convertiría en un marjal? Sapos en un pozo envenenado,
o
gatos salvajes en una jaula de hierro ardiente.
XXIII.
Así
debió haberse visto la batalla en aquel claro.
¿Qué
los acorraló allí, con toda la planicie a su disposición?
No
había huellas que condujeran hacia aquellos hórridos aullidos,
Nada
salvo eso. Loco brebaje elaborado para que
sus
cerebros piensen, sin duda, como los de los galeotes que el Turco
enfrenta
para su diversión, Cristianos contra Judíos.
XXIV.
¡Y
más qué eso – una yarda adelante- por qué, ahí!
¿Para
qué macabro uso serviría ese mecanismo, esa rueda,
o
freno, no rueda- ese filo listo para mutilar
cuerpos
de hombres como si fuesen seda? Con todo el aspecto
de
la herramienta de Tophet, abandonada inadvertidamente en la tierra,
o
traída para afilar sus enmohecidos dientes de metal.
XXV.
Luego
vino un tramo de tierra llena de tocones, otrora un bosque,
Después
una ciénaga, o así parecía, y entonces sólo tierra
Desesperada
y abandonada (al igual que un tonto halla regocijo,
Hace
una cosa y luego la estropea, hasta que su ánimo
¡Cambia
y entonces se marcha!) durante un cuarto de acre-
Lodo,
arcilla y grava, arena y sombría desolación negra.
XXVI.
Ora
inflamadas erupciones, de colores vivos y horrendos,
Ora
terrenos donde la aridez del suelo
Se
volvía moho o una sustancia como forúnculos;
Y
apareció un roble paralítico, con una hendidura en él
Como
una boca angustiada que resquebraja su corteza
Boqueando
a la muerte, y muriendo mientras se repliega.
XXVII.
¡Y
tan lejos como siempre del final!
Nada
en la distancia salvo la noche, nada
¡Hacia
dónde dirigir mis pasos! Mientras lo pensaba,
Un
gran pájaro negro, el íntimo amigo de Apollyon,
Pasó
volando, sin batir sus amplias alas de pluma de dragón
Que
rozaron mi gorro- quizá era la guía que yo buscaba.
XXVIII.
Pues,
mirando hacia arriba, de alguna manera me di cuenta,
A
pesar del ocaso, de que la llanura había cedido su lugar
En
derredor a las montañas- por honrar con semejante nombre
A
los feos y apenas cerros y montículos que tapaban la vista.
Cómo
de tal modo me habían sorprendido, – acláralo, ¡Tú!
Cómo
salir de ellos no estaba muy claro.
XXIX.
Sin
embargo, una parte de mí pareció descubrir algún truco
malévolo
que me aconteció, Dios sabe cuándo-
En
alguna pesadilla tal vez. Aquí terminaba, entonces,
Seguir
por ese camino. Cuando, en el preciso momento
De
darme por vencido una vez más, escuché un chasquido
¡Como
el de una trampa al cerrarse- te hallas en la guarida!
XXX.
Como
en una llamarada comprendí todo súbitamente,
¡Éste
era el lugar! Esas dos colinas a la derecha,
Agazapadas
como dos toros con las astas trabadas en pelea;
Mientras
a la izquierda, una alta y trasquilada montaña… tonto,
Viejo
senil, dormitando justo ahora
¡Tras
pasar una vida adiestrándote para verla!
XXXI.
¿Qué
se asentaba en el medio sino la Torre misma?
La
redondeada torreta achaparrada, ciega como el corazón del loco,
Construida
en piedra parda, sin parangón
En
el mundo entero. El burlón elfo de la tempestad
Señala
con el dedo al marinero, de este modo, el ser invisible
Le
ataca, solamente cuando el navío zarpa.
XXXII.
¿No
ves? ¿Acaso por la noche?- por qué, el día
¡Regresó
para eso! Antes de irse,
El
moribundo ocaso ardió en una fisura;
Las
colinas, como gigantes en cacería, yacen
Con
la barbilla en mano, para ver la caza acorralada-
“¡Ahora
apuñala, y termina con la criatura- hasta el mango!”
XXXIII.
¿No
escuchas? ¡Si hay ruido por todas partes! El tañido
creciente
de una campana. Escuchaba
Los
nombres de todos los aventureros desaparecidos, mis pares-
Cómo
tal era fuerte, y cual valeroso,
Y
el otro afortunado, sin embargo, cada uno de ellos de tiempos pasados
¡Perdidos,
Perdidos! En un momento tocaba a muerto por años de tristeza.
XXXIV.
Ahí
se encontraban, alineados a lo largo de las faldas de las colinas, reunidos
Para
verme por última vez, un marco viviente
¡Para
un cuadro más! En un lienzo en llamas
Les
vi y les reconocí a todos. Y sin embargo,
Impávido,
llevé a mis labios el cuerno,
Y
toqué. “El noble Roland ha llegado a la Torre Oscura”.
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