sábado, 19 de diciembre de 2020

ENRIQUE GONZÁLEZ ROJO

 

 

 

Elefante

 

Para Arturo Córdova Just

 

 

El elefante es, entre todos los animales de la jungla,

la criatura más digna, parsimoniosa y noble;

un primor de orejas grandes

y un proyecto de cola fina y circunspecta

a medio hacer.

Cuando el calor lo pastorea hacia la inquietud

desbocada del arroyo

-donde el agua construye sus jabones

efímeros de espuma-

arrastra toda su pesada majestad

a refrescar la epidermis arbórea de su cuerpo

y a satisfacer tanto la sed que le quema las entrañas

como la -no menos grande- de limpieza

que nunca lo abandona:

su trompa deja por un segundo

de medir el tiempo

y se encarga de diseñar los duchazos indispensables

a una piel que demanda ser lustrada

y brillar, con su arrugada pulcritud,

en los claros de la selva rodeados de miradas.

Mas si de repente lo invade el deseo

y siente que su sangre

se incendia en la caldera de la brama,

sufre un insólito cambio de talante,

le pone pies alados a su olfato,

sus ojillos, nerviosos, se sienten prisioneros

de sus órbitas,

busca desesperadamente a una elefanta

y se encarama, todo urgencias, a sus ansias

soltando el aleluya del jadeo.

Si nos fijamos bien (y no fingimos

que “aquí no pasa nada” al advertir

el punto escandaloso

que se instala, flameante, en plena jungla),

vemos que el paquidermo desvergüenza

una porción del cuerpo endurecida,

como vara de tronco que, en moviéndose,

desordena el universo.

¿Dónde quedó su porte majestuoso?

¿Dónde su dignidad

de palacio sagrado en movimiento?

El elefante se arroja sin escrúpulos

y rasgando los velos de la estética

castidad cotidiana,

al mundo de lo extraño, lo asombroso,

en las inmediaciones, sí,

de lo ridículo.

Ay el sexo, el sexo,

siempre trae consigo el viejo escándalo,

los dulces, persistentes, excitantes

desfiguros de la naturaleza.

 

 

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