La ciudad interior
Desde fuera, la existencia de un ser pausado
parece más bien sencilla.
Eleva las manos hacia el cielo cuando observa las nubes
y recuerda que en China, desde hace siglos,
los suelos se diferencian por su color:
la tierra negra del noreste;
blanco, el suelo del desierto;
la tierra roja al sur del Yangtsé.
Azul o verde el fértil suelo del sur.
Sencilla, parece la realidad del ser pausado
que se detiene, al caminar, y observa con gesto
dubitativo
las intersecciones del camino.
Tranquilo y reservado,
perdió los textos sagrados durante su último viaje.
Olvidó seguir las rutas más seguras.
Exploró, sin sus compañeros, los mandatos de la
belleza.
Sacrificó las horas en dirección a un oasis
y, quizá, consideró las audacias de su serenidad.
Lamentó, en ocasiones, ofrecer un rostro tan triste.
Lamentó, en ocasiones, presentar un aspecto tan
cansado.
Lamentó, con frecuencia, no ser otro. No ser nada,
mientras la lentitud de su nombre arrastraba, una vez
más,
sus pasos desconcertados
hacia la gloriosa lejanía de la antigua Ruta de la Seda ,
que pasaba ante las montañas de Xinjang.
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