Alguien canta en la cruz de los
caminos
Ruidos de la búsqueda.
Ruidos como hocicos de hienas y aletear
de temores.
Ruidos oscuros.
Bajo los troncos secos,
a la orilla de casas abandonadas están,
en cada segundo del insomnio están.
Como hace breves años entran ahora en
mí,
Sacuden lo que aún pueda habitarme de
ramaje,
lo que aún me resta de sólida
construcción.
Un raro escalofrío hace temblar las
hojas de los
nacaztles,
viene a interrumpir el bullicio de
pájaros festivos,
sus metales se ponen a brillar como
presentimientos
y seducen el cuerpo virgen de la duda.
Es el ángel de la búsqueda,
sus feroces trompetas agrietan los
muros del verano
–altas murallas de aire–
y recorren los frutos del manglar,
el laberinto de voces en el río,
el mudo grito del silencio en el
corazón de las piedras.
Yo también vine
“a mirar los cerros que adoptó la
lejanía”
y no alcanzo a tocar con la mirada el
otro lado de
sus
montes,
me admito preso de batallas imposibles,
advenedizo de
guerreros
olvidados.
Ahora los espejos pueden dar rienda
suelta a sus ficciones,
escribir las bases de una genealogía
aplicable a
cualquier
advenedizo de Babel,
ofrecer la fórmula perdida de los
alquimistas
para conocer el águila y el sol de una
moneda con
sólo
mirar de soslayo.
El hallazgo también es un espejo, un
tablero de
ajedrez
con recuadros infinitos,
también el ángel es susceptible de ser
ánima sola,
blanco fácil ante el asedio de
fantasmas futuros.
Tiemblan por eso los caminos,
los cuadernos con direcciones de
familias lejanas,
los labios cuando pronuncian versos
malaprendidos a la Biblia.
La noche de los temores y las búsquedas
en el vientre están,
la noche de la búsqueda en todo haz de
luz está.
La noche y la búsqueda pulimentan sus
dientes,
ponen a cantar las cuerdas de sus
gargantas,
son felices cuando alguien echa a andar
los motores de
presagios
y calamidades
con sólo deletrear la palabra
Vida.
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