Te han tocado
los
colmenares silentes de la desdicha, trágico Abel,
y los
han destinado a estar
en el
suave lagrimeo de estos días.
Aún los
escuchamos y nos enamoramos
de los
zumbidos,
nos
montamos en esos aleteos como trenes
y en
las ganas de cercenar a los hombres,
ganas
de sacar filo al arco de la viola
y abrir
con amor la garganta del prójimo,
pero
alguien (tal vez una bellísima hija de Dios)
ya le
ha tajado el lomo a la bestia,
le ha
quitado la quijada, de nuevo,
nos la
ha dejado caer en el corazón, de nuevo,
y nos
ha dado la muerte, otra vez.
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