Epílogo
Más que
a la muerte, temo a los poemas que escribí,
la
muerte es eficaz y conoce bien su trabajo,
no le
tiembla el pulso ni se enreda en sentimentalismos.
Por mi
parte,
ya hice
una hoguera de papeles que me avergonzaban
y sé
muy bien que no fue suficiente.
Lo
único bello que encuentro en mi vida
es al
gato pardo que he nombrado Neruda,
siempre
está ahí durmiendo,
desentendido
sobre mis cosas
y mi
vértigo espiritual de ninguna manera le inquieta,
mucho
menos el inoportuno odio de Aurelia,
quien
me acusa de cosificarla,
de
reducirla a un coño,
a una
golondrina,
a un
atardecer, que lento ante mis ojos
muere,
a estos
versos
donde,
por primera vez,
intenté
la ternura.
Me
acusa de ocultarme tras un silencio estúpido
e
inútil
que tan
sólo amplifica mi inmadurez
y pone
en evidencia
lo
lejos que estoy de vislumbrar
el alma
femenina.
Neruda
tirado ahí,
es pura
elegancia y cuerpo en paz.
Tonto
yo que envidio su dormir despreocupado,
tonto
yo que me valgo de él
para
terminar esta tontería de poema,
si es
que a esta tontería puédasele tomar por literatura
o por
simple cansancio mortal.
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