lunes, 19 de marzo de 2018

ENRIQUE GONZÁLEZ ROJO





Crimen perfecto



Qué bueno que por sólo una vez me enamoré de una  
                                                                         [poetisa.
Nos llevamos bien en todo
—la cama, las aficiones, el odio por los niños—
pero no en un punto neurálgico:
nuestro perverso afán de pergeñar poemas.
Aquí nos hallábamos arrojados a una inmisericorde y
                                                    [furiosa competencia.
En los juegos florales de dos
    donde sin cesar interveníamos
a veces ganaba uno a veces otro
pero siempre obtenía el primer lugar
la envidia —como ojerosa trizteza
por el bien ajeno.
Entregados a competencia feroz
vivíamos con el sueño de que la justicia coronara al
                                                                      [más apto.
Ay de nosotros   acabamos por ser
como Caín y Abel metidos a portaliras.
No podíamos tratar el mismo tema
—por ejemplo el lagrimear matutino de la flor
o el roncar genocida del caudillo—
porque dando periplos en una tierra movediza
nos acusábamos de plagiarios de salteadores
a mano armada por las plumas amenazantes 48
delincuentes líricos
o robachicos de haikús.
Después de una escena de mordiscos
   patadas y arañazos
—en que ella sembró en mis brazos
una promisoria cosecha de cicatrices
y yo en las uñas logré quedarme
con todas sus pestañas—
llegamos a un convenio
firmado con nuestra propia sangre:
de plano nos dividimos el planeta.
Los temas de lo mineral y lo vegetal me correspondían
 los de lo animal y lo humano a ella.
El agua y la tierra   a mí.
El fuego y el aire   a ella.
Y guay de las infracciones
     el olvido de promesas
o pasarse el rojo de un semáforo.
Si ella   pongamos un ejemplo
en vez de hacer un poema sobre el fuego
lo hacía   rebelándose   sobre el agua
yo me ofendía
decía que no había el menor culebreo de belleza
en su grotesco material
me enfriaba frente a su inspiración y su poesía
y le aplicaba durante horas
la ley del hielo.
Por fortuna   y cuando menos lo esperaba 49
ella llegó a un tema permitido: su última respiración.
Además –el crimen perfecto implicó
un enterramiento perfecto–
la sepulté en mí mismo. Por eso ahora
que escribo a dos voces
en canon
           y en lengua viperina
la reiterada presencia
de la paradoja en mis escritos   me hace pensar
en que en mi interior continúo la lucha a las vencidas
con mi musa.


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