¿Otra vez el premio Nobel?
Discúlpenme, pero no quisiera recibir el
Premio Nobel por segunda vez. Pienso que sería muy peligroso para mi pobre y a
veces lúcida inteligencia emocional. Mi estilo perdería su equilibrio tan
lógico desde la cuna, sí, desde siempre, y yo acabaría por perder no sólo el
estilo que aún me caracteriza, sino además esa tranquilidad privada y pública.
Como ustedes saben, yo soy gnóstico de
ficción, aunque gnóstico al fin. Medio conceptista y sorpresivamente barroco
por si las pulgas o las moscas, esas criaturas celestiales que también obedecen
al Destino y son muy trascendentes, aun cuando los miembros de la Academia
Sueca no lo vean así, de ese modo, y estimen que ideológica o artísticamente no
es posible comparar a las moscas con las pulgas. Sea como fuese, no quisiera
irme por las ramas o en puro vicio verbal, como gritaba Enrique Lihn jalándome
las orejas.
Discúlpenme, señores del jurado, pero no me
gustaría recibir el Premio Nobel en segundas nupcias. El haberlo recibido una
vez, basta y sobra en demasía, para decirlo al estilo de don Miguel de
Cervantes Saavedra, el de Alcalá de Henares, abuelo y nieto de Sancho Panza
simultáneamente. Se los agradezco en el alma, pero no me hagan sufrir como si
yo fuera un católico delirante o un musulmán endemoniado. Si me otorgan el
Nobel por segunda vez, sin duda que sería una muestra de crueldad insoportable.
Hemos sufrido mucho desde la primera noche del Génesis, con algo de júbilo y
entusiasmo. ¿Me creen? ¿Por qué se burlan de mí? ¿Ya no me creen?
No me obliguen a felicitarlos públicamente,
sacándoles la lengua desde la torre más alta del Castillo de Chapultepec, al
mediodía, y con la mejor intención del mundo.
El poeta sonríe, mueve el cuello sin mucho
entusiasmo y da por concluida la conferencia de prensa con las palabras de su
amigo Monsiváis: “No sé si ya no entiendo lo que pasa en México y en el mundo,
o más bien ya pasó lo que entendía”.
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