jueves, 28 de febrero de 2019

HERNÁN LAVÍN CERDA





Viaje alrededor de una fotografía de José Emilio Pacheco



           Aún transcurre, nublado e inmóvil, aquel viernes 19 de junio del año 2009 ¿después de Jesucristo? De pronto descubro la fotografía de José Emilio Pacheco en el diario La Jornada. El poeta cumple sus primeros 70 años de vida en este mundo de locos sin consuelo y no parece muy feliz, al menos por la curva de su labio inferior. Más bien lo percibo como si fuese una criatura singular en absoluto desconcierto: un aprendiz de médico más o menos convaleciente de sí mismo o de su esquiva sombra entre los fotógrafos. Uno de los nuestros, sin duda, que si no lo sabe casi todo, al menos lo sospecha, lo intuye o lo adivina.
            José Emilio está sentado y parece más curvo que de costumbre. La inclinación de su espalda es la curva que nos persigue a todos. El poeta soporta una cabellera blanca y abundante que yo le envidio. ¿Por qué dije soporta? No sabe uno muy bien lo que acaba de decir: todo es finalmente una intuición. La escritura no se salva. Olvídense y no me tomen en serio. Casi nada de lo que hago o no hago va en serio. No podría dejar de reírme de mi propia o impropia sombra, como aquel esqueleto de César Vallejo subiendo hacia la Basilique du Sacré-Coeur en alguna tarde muy lluviosa de París. De repente descubro que el bastón de José Emilio Pacheco es el mismo que utilizaba el poeta de Santiago de Chuco y sus visiones en las alturas andinas del Perú, así como cuando hacía el intento de subir hacia el monte del Sacré-Coeur. Me causa mucho desconcierto que ningún reportero gráfico se haya detenido en la humanidad de aquel bastón. El artista del mundo como no es, es y no es, sí, René Magritte, no hubiera perdonado ese descuido. ¿Y los anteojos? Sospecho que José Emilio nació con anteojos, pero quizá sea mejor no preguntarle cómo pasa o ya no pasa el tiempo en el difícil equilibrio de sus anteojos de moldura gruesa.

            De pronto alguien le pregunta: ¿Hay futuro, entonces, o no hay futuro?
“Tal vez hay por ahí alguna esperanza”, piensa el poeta sin olvidar la compañía de su bastón. “Alguna esperanza, pero no para nosotros”. José Emilio sonríe hacia el fondo de sí mismo, como irnos cayendo desde la piel hacia lo más profundo del alma. “Pablo Neruda una vez más”: lo piensa y no lo dice. De improviso se abre una pausa y luego vuelve a decir:
–Carlos Monsiváis me dijo hace unos días por teléfono: “No sé si ya no entiendo lo que pasa en México y en el mundo, o más bien ya pasó lo que entendía”. A mí me sucede exactamente lo mismo. El aprendiz de filósofo Cayo Valerio Lavín Cerdus, aquel de las barbas en forma de cuervo de chivo, anda repitiendo el mismo discurso en algunos bares de mala muerte, aunque él es un abstemio muy peligroso que aún cultiva una falsa religiosidad. Es una especie de santón de utilería, un santón envuelto en su perfil de plástico, un santón absolutamente peligroso. Dice que tiene un teléfono celular y no es cierto: ese pájaro nunca tuvo teléfono y no sabe lo que es un celular. ¿Entendido? A mí tampoco me entusiasman los celulares. Yo jamás hablo así, sin duda, pero todo el día de hoy ha sido una excepción que confirma la regla. Casi no hablo y me siento muy feliz cuando puedo hacer un voto, sí, más de un voto de silencio. Digo voto aunque no creo en la vida de ultratumba. Cada uno se muere como puede, paso a paso, con lentitud o en el límite de aquella eternidad que va de un minuto a otro, y adiós para siempre. Es posible que la eternidad exista, quién sabe, pero no para nosotros. 70 años en el mismo cuerpo es un abuso, un exceso de confianza no sólo biológica, aun cuando nada existe más allá de la biología. A veces me hago la misma pregunta: Si algún día se derrumban todas las máscaras, ¿sobreviviremos? Yo sólo creo en la inmortalidad de un vaso de agua, de una puesta de sol, del canto de algún pájaro suspendido en el aire, o de un buen libro cuando la noche se aproxima desde aquel cerro azul. No me gusta lo que sucede en México. La realidad es una pregunta que deja caer millones de signos de interrogación sobre el mundo. Alguna vez escribí estos versos que pertenecen al poema Lavandería: “Dentro de poco no sabré quién soy/ entre todos los muertos que llevo encima.// Cambiamos siempre/ de manera de ser y estar/ como mudamos de camisa.// Pero lo malo de esta insaciedad/ es que nada nos lava del ayer/ como se limpia la otra ropa sucia.// Y vamos con un fardo de otros-yo/ que nos pesa y nos hunde y sin embargo/ no deja huellas en la oscuridad/ ni sale a flote ya en ningún espejo”.
De pronto alguien vuelve con la misma pregunta: ¿Hay futuro, entonces, o no hay futuro?
José Emilio Pacheco observa la empuñadura de su bastón y responde con otra pregunta:
–¿No sería mejor que pensáramos en el pasado? Si así fuera, la pregunta sería entonces ¿hay pasado o ya no hay pasado? Sospecho que el pretérito es lo que todavía nos mantiene con alguna esperanza.
–¿Pero no para nosotros? –dice una periodista de ojos rasgados y cabeza muy grande.


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