sábado, 1 de febrero de 2020

ANAHÍ MAYA GARVIZU


  


Solsticio



La mañana ilumina el polvo suspendido 
mientras ella barre el centro del patio de tierra. 
Con qué lentitud cae la polvareda 
sobre las semillas de algarrobo.

No sabes escribir pero lees las horas
en los ojos de los gatos, 
la intensidad de la tormenta 
en el comportamiento de los insectos,
la fertilidad en el espacio de corteza a corteza.

No barras el rastro de las gallinas, abuela
conocimos la sensación de ingravidez 
en el piar de un polluelo 
entre las garras del sacre 
que agitando las alas hacia el sur
en pocos segundos trastornó el horizonte. 

El peso del cántaro de agua en la cabeza
es el tipo de cosas que hace ver todo diferente.
Donde sea que mires la distancia es infinita
pero te acercas al paisaje sin miedo
guiada por el sonido estridente de las chicharras 
y soportas el ardor de la piel al sujetar el mechero.

Tú atizas cuanto en verdad importa:
la fuerza intangible con que sanas el pecho entumecido,
ordeñas las vacas cantando y con firmeza
señalas que “hay que acercarse a ellas como a todo”.
Tu voz atraviesa banda a banda en busca del caballo
y escuchas la cercanía del galope apoyando el oído en la tierra.

Qué extraña manera de llegar donde estamos,
poseedores de una herencia sin origen: 
la piel pálida, las manos curtidas
los talones como un delta de grietas deshabitado, 
lejos de ellos y lejos de nosotros. 

Los robles se agitan en el cerro 
la brisa suspende la arena 
y parecen vistos tras una cortina de niebla.
La magnificencia que genera la escoba en tus manos.
Regala un poco de la oralidad de un mundo menguante
¿Recuerdas? Todo parecía música entonces. 



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