Solsticio
La
mañana ilumina el polvo suspendido
mientras
ella barre el centro del patio de tierra.
Con
qué lentitud cae la polvareda
sobre
las semillas de algarrobo.
No
sabes escribir pero lees las horas
en
los ojos de los gatos,
la
intensidad de la tormenta
en
el comportamiento de los insectos,
la
fertilidad en el espacio de corteza a corteza.
No
barras el rastro de las gallinas, abuela
conocimos
la sensación de ingravidez
en
el piar de un polluelo
entre
las garras del sacre
que
agitando las alas hacia el sur
en
pocos segundos trastornó el horizonte.
El
peso del cántaro de agua en la cabeza
es
el tipo de cosas que hace ver todo diferente.
Donde
sea que mires la distancia es infinita
pero
te acercas al paisaje sin miedo
guiada
por el sonido estridente de las chicharras
y
soportas el ardor de la piel al sujetar el mechero.
Tú
atizas cuanto en verdad importa:
la
fuerza intangible con que sanas el pecho entumecido,
ordeñas
las vacas cantando y con firmeza
señalas
que “hay que acercarse a ellas como a todo”.
Tu
voz atraviesa banda a banda en busca del caballo
y
escuchas la cercanía del galope apoyando el oído en la tierra.
Qué
extraña manera de llegar donde estamos,
poseedores
de una herencia sin origen:
la
piel pálida, las manos curtidas
los
talones como un delta de grietas deshabitado,
lejos
de ellos y lejos de nosotros.
Los
robles se agitan en el cerro
la
brisa suspende la arena
y
parecen vistos tras una cortina de niebla.
La
magnificencia que genera la escoba en tus manos.
Regala
un poco de la oralidad de un mundo menguante
¿Recuerdas?
Todo parecía música entonces.
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