miércoles, 18 de marzo de 2020

ERNESTO MEJÍA SÁNCHEZ





Pezuña del arcángel
                                                              A Federico Cantú



Toda la noche estuve oyendo su tempestad
sobre mi cabeza, golpes secos como de cascos
de águila o tigre o garras de caballo,
azotándose sobre el duro pavimento, creo
hasta sangrarse la carne blanda o el muñón.
Caballo amaestrado sólo para el suplicio,
águila que sólo sabe revolverse en lo duro,
pájaro más que humano o cuadrumano alado,
qué tengo yo, qué me codicias, qué impudor.
Toda la noche estuvo trabajando en su terco
desvío, afuera oí las chispas de acero
de las uñas contra el cemento, esas pétreas
prolongaciones de la furia contra lo sellado,
o suaves quejidos como ternura en acecho,
imitando el dulce y agitado respirar de mi madre
o el sueño intranquilo de Myriam que me protege,
y dije: Paloma o tigre, no me tientes, soy de aquí,
ni el oro ni el poder me apartarán de este lecho,
no me compres, no digas lo que no debo decir,
sé responsable de mi dicha, no la compres.
No cedí. No cedió. Subí a la azotea en la mañana.
Ahí estaban los zarpazos enfurecidos, el plumón
rojo, la piedra desgarrada como mi espalda.


De: “Poemas familiares”


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