Plegarias
I
Ahí
estás.
Callada.
Sin
parpadear.
Atada
por tus propias manos
miras
todo como un cordero
porque
no puedes mirar de otro modo.
Son
tus hijos,
hechos
de barro y de maíz:
la
carne sólo es un vestido.
¿Cómo
mirarnos, madre?;
¿cómo
vas a poder mirarnos si
te
han vendado los ojos con sangre?
Mi
propia sangre
es
lo único que sacia mi sed.
II
Vuelo
por mis calles y canto.
Fuerte,
alzo la voz para que sepan que estoy viva,
pero
nadie me escucha, madre.
Todos
me oyen pero no existo,
soy
un fantasma de carne
que
deambula por una ciudad
que
no existe, porque no se oye a nadie,
no
se oyen los reclamos, ni los miedos
ni
los pasos de los fantasmas que cantamos
para
que sepan que estamos vivos.
No
quiero enterarme de nada.
No
quiero ver mis grietas
y
enterarme que ya no siento:
de
que probablemente mi piel
se
haya vuelto arena sucia,
entre
los pies que corren
de
ese monstruo llamado nosotros.
Las
calles también se esconden,
la
casa ya no es segura.
¿Dónde
esconderse cuando todo es polvo?
III
No
voy a permitir que tu recuerdo asome la cabeza
porque
si lo hace lo mataré enseguida,
ya
no se otra cosa sino matar:
soy
el único ser que necesito para estar vivo;
sin
embargo, soy de las vidas que colecciono.
No
se hablar tu caricia, madre.
El
vestido que me has dado
no
es suficiente para que me llamen hombre;
ese
beso de luz en mi vista está muerto,
me
lo he arrancado a balazos,
el
lenguaje de mi tiempo.
Epílogo
Callada estás, amada
tierra,
y lucho por romperte
las mordazas.
Que no sea mi voz
sino mi cuerpo el que te hable.
Agáchate, apártate de
ellos.
Estos hombres no son
tus hijos,
no te fíes de sus
promesas,
que ya no duela si no
te escuchan:
somos fantasmas,
madre.
Estoy muerta y no lo
notas.
Le han volado la
cabeza a mi humanidad.
La dignidad la he
perdido por cobarde,
y mi canto por
ingenua.
No rechaces mi
cuerpo, te lo pido.
No rechaces mi
aliento, madre:
alguien recordará que
existes.
Soy de los primeros
en caer,
resiste.
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