viernes, 21 de agosto de 2020

IRMA TORREGROSA




Plegarias


I

Ahí estás.
Callada.
Sin parpadear.
Atada por tus propias manos
miras todo como un cordero
porque no puedes mirar de otro modo.
Son tus hijos,
hechos de barro y de maíz:
la carne sólo es un vestido.
¿Cómo mirarnos, madre?;
¿cómo vas a poder mirarnos si
te han vendado los ojos con sangre?
Mi propia sangre
es lo único que sacia mi sed.


II

Vuelo por mis calles y canto.
Fuerte, alzo la voz para que sepan que estoy viva,
pero nadie me escucha, madre.
Todos me oyen pero no existo,
soy un fantasma de carne
que deambula por una ciudad
que no existe, porque no se oye a nadie,
no se oyen los reclamos, ni los miedos
ni los pasos de los fantasmas que cantamos
para que sepan que estamos vivos.
No quiero enterarme de nada.
No quiero ver mis grietas
y enterarme que ya no siento:
de que probablemente mi piel
se haya vuelto arena sucia,
entre los pies que corren
de ese monstruo llamado nosotros.
Las calles también se esconden,
la casa ya no es segura.
¿Dónde esconderse cuando todo es polvo?


III

No voy a permitir que tu recuerdo asome la cabeza
porque si lo hace lo mataré enseguida,
ya no se otra cosa sino matar:
soy el único ser que necesito para estar vivo;
sin embargo, soy de las vidas que colecciono.
No se hablar tu caricia, madre.
El vestido que me has dado
no es suficiente para que me llamen hombre;
ese beso de luz en mi vista está muerto,
me lo he arrancado a balazos,
el lenguaje de mi tiempo.


Epílogo

Callada estás, amada tierra,
y lucho por romperte las mordazas.
Que no sea mi voz sino mi cuerpo el que te hable.
Agáchate, apártate de ellos.
Estos hombres no son tus hijos,
no te fíes de sus promesas,
que ya no duela si no te escuchan:
somos fantasmas, madre.
Estoy muerta y no lo notas.
Le han volado la cabeza a mi humanidad.
La dignidad la he perdido por cobarde,
y mi canto por ingenua.
No rechaces mi cuerpo, te lo pido.
No rechaces mi aliento, madre:
alguien recordará que existes.
Soy de los primeros en caer,
resiste.


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