martes, 11 de mayo de 2021

LILIAM JIMÉNEZ

  

 

El vientre de mi madre

 

 

I

 

Mi madre, joven mujer de húmedo frescor,
sencilla obrera que no entendía el fondo de la Historia,
ni de dónde viene el golpe del verdugo,
ni por qué las manos de las masas
levantan el fusil en el momento crítico.
Ella no sabía
que por la garganta del poeta puede hablar la muchedumbre,
que el mar palpita igual que el corazón del hombre,
que la pasión puede ser una bandera herida
y que los pueblos corren como un río hacia el mañana.
Mi madre rezaba cada día para lavar su tristeza,
para obtener el pan temporal de su miseria
y ganarse el cielo, dócilmente.

 

 

II

 

Ella trabajaba
hasta que el sol se escondía en la penumbra,
cuando sus dedos laboriosos, hinchados de coser
dejaban el dolor en los vestidos
y sus ojos casi inmóviles, tristes, ya no veían el color
ni la luz de la lámpara encendida,
hasta que sus pies cansados sentían el peso de la sangre.
Ella, que no tenía tiempo para el gozo,
no sabía tampoco
que cuando llega el amor el cuerpo canta
y la boca se llena de maravillosas mieles.

 

 

III

 

Un día de ésos
que clavados quedan por siempre en la memoria
mi madre conoció a un militar de peso marcial
que mostraba un blasón soberbio
y una guerrera de verdoso mar
donde tres estrellas de plata brillaban como nunca.
Tras aquel hombre
se fueron el alma y los ojos gastados de mi madre
con su mirada horizontal y extraña.
Se dio cuenta al instante
que también en la tierra existe un hondo cielo.

 

 

IV

 

Mi padre, un jugador de estrellas,
de dulzura salvaje,
emporio de la gracia y la alegría, sagitario,
era veloz en el deseo y en las alas.
El amor de los dos echó a rodar sus mil cabezas,
sus colores nuevos y sus serpientes líquidas.
Supo entonces mi madre que un lecho quieto
no sirve más que para encerrar la muerte,
que es necesario prender el alma por las noches
para poder iluminar los labios con el rojo.

 

 

V

 

Pero una tarde en que la lluvia
caía levantisca sobre el polvo,
conturbada mi madre
con la tristeza que le salía de los ojos
sintió moverse su vientre de sonaja.
Era para mi madre aquel pálido vientre
un mortuorio túmulo.
Queriéndolo ocultar se lo ceñía con una faja gris
que inventaba la muerte.
Y aquel vientre, presionado, que ansiaba erguirse
para imitar las torres,
guardaba, débil, en el fondo el fruto de un pasado gozo.

 

 

VI

 

Era yo para mi pobre madre la sombra de su ruina,
el germen concebido en una unión ilegítima
de un amor no nupcial que agitó su sosiego.
Yo no debía nacer. Ni alzar mi voz en años jóvenes
ni acampar en la vida para llenar mi corazón de mundo.
Mi religiosa abuela
y el medio aciago de envilecidos lagos
a mi madre la hacían temblar
como la tempestad hace mover los buques.
Y esta pobre mujer de suaves tréboles
anhelaba mi muerte
antes que el escándalo pintara
las graves acuarelas de su drama.

 

 

VII

 

Yo debía morir
a la hora en que la noche se viste
con funeral ropaje de inconfundible seda
y los pliegues sutiles de su sombra
van creando los fantasmas.
Yo debía morir
a la hora en que sacude el viento
su cabellera gris en las ventanas
y la brisa está dormida en los jardines.
Yo debía morir
a la misma hora en que llora el silencio,
al borde del abismo que la nostalgia tiene.

 

 

VIII

 

Pero yo sin saber cómo ubicarme
en el oscuro vientre de mi madre
me aferraba a la vida.
Pequeñita, con el corazón apretado,
entre tanto desamor de aquellas noches absolutas
yo me alumbraba con el primer quinqué de mi tristeza.
Era aquel vientre un paraíso de ceniza,
un aposento de agua con verticales puertas
donde estaba callada y a soledad sujeta.
Veía crecer ante mis párpados cerrados
las velas de mi sangre,
mi invisible conciencia
y la silueta delgada de mi cuerpo.
Veía cómo los sueños y los ríos se juntaban
y cómo en la sombra
se hace también visible la cuestión humana.

 

 

IX

 

Un día trece de diciembre
cuando el dolor se confundía entre las sábanas
el vientre de mi madre abrió su boca,
su débil túnel de cristal oscuro,
y de estos labios tibios, sin voz, surgió la queja.
Cayó una niña en el discreto lecho en su desnudez primera.
No fue varón para obtener un éxito.
Mi madre no quiso ver mis ojos,
mis pozos redondos llenos de agua.

 

 

X

 

De pronto, me encontré sola, inocente,
sin que ninguno me adorara o me quisiera dar un beso
en los suaves litorales de mi carne.
Temblé por vez primera en brazos fríos.
Tuve la sensación de que el silencio
puede ser bueno para las cosas grandes,
de que la vida es lucha y sudor vertidos en el camino
para encender el fuego.
Afirmé mi propio yo sin olvidar un átomo
y lo esculpí en el río auditivo de mi sangre.
Se incendió la luz en mis pupilas
y el mundo empezó a caminar sobre mis hombros.

 

 

XI

 

El mundo abrió sus puertas,
su estela perfumada de amapolas,
su fantástico engaño y su campo de batalla.
El mundo abrió sus cauces, sus móviles placeres,
sus fértiles aceites y sus profusas lámparas.
El mundo abrió sus ojos felices donde la vida miramos,
su quietud pensativa, su vasta llanura
y su materia viva que siempre regresa.

 

 

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