La
mula ánima
Iba
un anciano trepando
en
ágil mula la sierra,
desde
el sombrero a la barba
suelto
el barbijo de seda;
poncho
de agreste vicuña
con
franjas, flecos y hojuelas,
ha
medio siglo bordado
por
su finada la prenda;
llevaba
usutas (sandalias
no
he de decir en mi tierra),
que
así le guardan los pies
como
le sirven de espuelas;
un
guardamonte de cuero
con
que se cubre las piernas,
a
cuyo empuje se inclinan
arbustos,
cardos, malezas,
y
huyen guanacos y cabras
cuando,
al trotar de la bestia,
con
resonantes crujidos
sobre
sus flancos golpea.
Lleva
aquel viejo en el alma
la
triste música interna
de
los recuerdos: los besos
de
las ternuras maternas,
el
dulce abrazo infinito
y el
largo ¡adiós! de su prenda,
cuando,
a través de los Andes,
fue
a combatir y a quererla;
y
allá en lo oculto, en lo hermoso,
la
imagen fulgida, eterna,
de
nuestra patria... la patria
de
las heroicas proezas,
de
William Brown en los mares,
de
San Martín, en la tierra.
Él
fue con Dávila a Chile,
con
Güemes a la frontera,
con
La Madrid a Tarija,
a
Junín con Necochea,
y
era tan fiel en amores
como
atrevido en la guerra.
Tiene
este viejo una enjundia
que
ni el demonio la tuesta,
y
donde asoma un peligro
es
para hollarlo una fiera.
De
la espantosa Mula ánima
tantos
horrores le cuentan,
que,
por hallarla a su paso
y
refrenarle las riendas,
hizo
a la Virgen del Valle
esta
sencilla promesa:
“—Haz
que la encuentre, y de alfombra
pondré
a tus plantas de reina
este
mi poncho, tejido
por
mi finada la prenda”.
Embebecido
iba el hombre
en
sus recuerdos y penas,
cuando,
de un rancho asentado
sobre
la abrupta ladera
salióle
al paso, en tumulto,
un
mocetón, una vieja,
una
serrana, dos niños,
y
hasta una cabra casera;
sucias
las caras, y un susto
lívido
y áspero en ellas.
—¡Va
por allí! —le gritaron—,
¡va
por allí, por la cuesta!"
“—¿Quién?
—preguntó, deteniéndose,
el
del barbijo de seda.
—¡Ella!
¡La mula maldita
que
por la noche anda suelta!”
“—Sí,
dijo el mozo, la he visto
al
despertar de la siesta.”
“—Y
yo, añadió la serrana,
desvanecerse
en la niebla.”
“—Mas,
cuando pasa de día,
como
esta vez, se presenta
de
viuda, toda enlutada,
en
dirección a una iglesia.”
“—Y
al regresar cada noche,
es
mula en llamas envuelta.”
“—Pues
a esperarla me quedo”,
dijo
el del poncho de hojuelas.
“—¡Ah,
qué mujer!” —persignándose
murmura
al cabo la abuela,
mientras
el viejo soldado
entra
a su rancho y se sienta—.
“¡Ah,
qué mujer!... Era blanca
como
las nieves eternas,
y
rubia como esos cardos
que
dan flor en primavera.
Se
enamoró de un soldado
de
la santa independencia,
que
con Dávila fue a Chile
a
luchar por su bandera;
y
como era tejedora
de
las pocas y las buenas,
le
hizo un poncho de vicuña
más
liviano que hoja seca.
El
buen joven se marchó
a
libertar nuestra América,
bajo
fe de su palabra
de
casamiento a la vuelta;
y
ella, dos años corridos,
fue
tan loca y sinvergüenza,
que
se enredo con un cura
para
curarse de ausencias.
Dios,
el gran Dios, la maldijo
hiriéndola
con su diestra,
y
echó, su ánima a penar
por
las quebradas desiertas,
convertida
en esa mula
que
en la noche se pasea,
que
de ojos, boca y narices
arroja
llamas siniestras.
Por
un decreto divino
lleva
colgando las riendas,
hasta
que un hombre muy hombre,
por
redimirle la pena,
con
fuerte brazo y fe santa
la
refrene en su carrera.”
lba
cayendo la noche
al
terminar la conseja,
y
conmovido el soldado
por
unas ansias secretas,
mudo
besó, al despedirse,
a
los niños y a la abuela,
y,
cabalgando en su mula,
se
echó a vagar por la sierra.
Era
una noche sombría
fúnebre
noche, de aquellas
en
que los genios medrosos
salen
de grutas y cuevas;
en
que una mano, asomada
de
algún recodo, hace señas;
en
que está oculto un misterio
que
hace temblar las tinieblas,
y
hasta el rumor del torrente
es
un rodar de cadenas.
El
noble viejo marchaba
por
la sinuosa vereda,
cuando
unas luces rojizas,
hiriendo
a saltos las peñas,
le
iluminaron un arria
de
pardas mulas cargueras,
cegadas,
quietas, bufando
bajo
las vivas centellas,
y a
los arrieros, postrados,
la
faz oculta en las piedras.
Luego,
por boca y narices,
echando
ardientes culebras,
que,
retorcidas, los muros
suben
y en lo alto chispean,
se
apareció la Mula ánima,
al
aire flojas las riendas.
Echó
pie a tierra el soldado
de
las batallas homéricas,
y se
avanzó a recibirla
con
toda el alma en la empresa.
Hizo
a la Virgen del Valle,
como
a sus jefes, la venia,
y
cuando estaba ya encima
la
mula, en llamas envuelta,
la
refrenó, y a su pecho
vino
a estrellarse, ya muerta,
pero
en mujer convertida...
¡Y
era su novia, la prenda!
Se
echó a llorar como un niño
el
de las lides de América...
Mientras,
la Virgen del Valle
bajó
ceñida de estrellas.
Él
le tendió como alfombra
su
rico poncho de hojuelas,
y
ella, posada un instante
para
aceptar la promesa,
volvióse
al cielo llevando
purificada
en su esencia,
un
alma mísera, indigna,
pero
que ha amado en la tierra.
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