La cueva de San Atanasio
A Alessandra Monterrey Santiago
Todos
se fueron, Alessa, nos dejaron solos
como
a fantasmas bizantinos;
caminaron
en puntillas frente a nuestra puerta,
se
hablaron en secreto como las luciérnagas susurran sus estrellas en la lluvia.
No
hubo embarcación ni brújula para los insomnes,
no
conocimos la iglesia en el centro de las aguas,
no
escribimos poemas en honor a los buenos vinos
ni
escuchamos leer en una lengua extranjera
cuya
música fuese un desierto
o un
pájaro que canta en el centro de una ciudad devastada
por
los atardeceres.
En
su lugar caminamos hacia la frontera.
(A
lo lejos, los árboles te parecen mástiles bajo la luz violeta
que
los cerros esparcen sobre su follaje),
Andamos
cuesta
arriba hasta donde el lago
se
transforma en un manto de guijarros azules.
No
entramos.
Tú,
porque habías viajado por los cinco continentes
y no
te resignabas a que tu porción del Ohrid
fuese
solo un espacio frente a un viejo hotel de los setenta.
Yo,
porque el agua transparente
me
hacía temer el cerúleo rostro de un ahogado entre las algas.
Nada
memorable sucedió al regreso:
recogí
las bayas que colgaban a la orilla de la carretera,
mis
chancletas se rompieron
y
caminé descalzo hasta que llegamos a la entrada de la cueva de San Atanasio.
No
entraste, no podías entrar, Alessa,
aún
faltaban cuatro años
para
que los cerezos nos miraran respirar bajo su púrpura infinito;
pero
frente a los frescos sin rostro de la gruta,
frente
al rústico altar donde puse una moneda
como
quien coloca un nido repleto de gorriones,
algo
vino a mí como el ruido de la luz en la hojarasca,
como
el vuelo de las florecillas que se adentran en la niebla.
Entonces
pude verte en una esquina de la cueva.
Contemplabas
los dibujos rupestres
como
quien después de muchos años, entre viejos álbumes,
descubre
una fotografía sepia de su infancia.
Te
seguí al campo,
colocaste
entre mis labios el fruto del enebro.
Me
cubriste entero con las hojas de un arce,
hojas
rojas de los árboles
que
hunden sus raíces en la piedra.
Me
enseñaste el lenguaje de las adormideras,
el
verdadero nombre de todas las galaxias,
el
braille de la oruga en la oscuridad de su capullo.
“No
se trata de juntar los monstruos-me dijiste-.
Se
trata de juntar los niños.
Amar
es vivir juntos en la infancia”
Regresé
del trance,
descubrí
que no estabas en la gruta,
que
había vivido muchos días en un solo segundo,
que
tu cueva era el Cáucaso en otoño.
Luego
vinieron las explicaciones:
la
visión mística,
las
puertas dimensionales,
la
velocidad supralumínica,
la
proyección de la conciencia en el espacio- tiempo.
Tuve
miedo de que no existieras,
así
que te hice entrar en todos mis recuerdos:
Nosotros,
una tarde en Salsipuedes;
nosotros
frente al mural de Comalapa,
nosotros
en la isla de Ometepe,
nosotros
en Montparnasse,
nosotros
caminando hacia la cueva de San Atanasio.
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