sábado, 25 de junio de 2022

JHAVIER ROMERO

 

  

La cueva de San Atanasio 

A Alessandra Monterrey Santiago

 


Todos se fueron, Alessa, nos dejaron solos 

como a fantasmas bizantinos;

caminaron en puntillas frente a nuestra puerta,

se hablaron en secreto como las luciérnagas susurran sus estrellas en la lluvia.

No hubo embarcación ni brújula para los insomnes,

no conocimos la iglesia en el centro de las aguas,

no escribimos poemas en honor a los buenos vinos

ni escuchamos leer en una lengua extranjera

cuya música fuese un desierto

o un pájaro que canta en el centro de una ciudad devastada

por los atardeceres.

 

En su lugar caminamos hacia la frontera.

(A lo lejos, los árboles te parecen mástiles bajo la luz violeta

que los cerros esparcen sobre su follaje),

Andamos cuesta arriba hasta donde el lago

se transforma en un manto de guijarros azules.

No entramos.

Tú, porque habías viajado por los cinco continentes

y no te resignabas a que tu porción del Ohrid

fuese solo un espacio frente a un viejo hotel de los setenta.

Yo, porque el agua transparente

me hacía temer el cerúleo rostro de un ahogado entre las algas.

Nada memorable sucedió al regreso:

recogí las bayas que colgaban a la orilla de la carretera,

mis chancletas se rompieron

y caminé descalzo hasta que llegamos a la entrada de la cueva de San Atanasio.

 

No entraste, no podías entrar, Alessa,

aún faltaban cuatro años

para que los cerezos nos miraran respirar bajo su púrpura infinito;

pero frente a los frescos sin rostro de la gruta,

frente al rústico altar donde puse una moneda

como quien coloca un nido repleto de gorriones,

algo vino a mí como el ruido de la luz en la hojarasca,

como el vuelo de las florecillas que se adentran en la niebla.

 

Entonces pude verte en una esquina de la cueva.

Contemplabas los dibujos rupestres

como quien después de muchos años, entre viejos álbumes,

descubre una fotografía sepia de su infancia.

Te seguí al campo,

colocaste entre mis labios el fruto del enebro.

Me cubriste entero con las hojas de un arce,

hojas rojas de los árboles

que hunden sus raíces en la piedra.

Me enseñaste el lenguaje de las adormideras,

el verdadero nombre de todas las galaxias,

el braille de la oruga en la oscuridad de su capullo.

“No se trata de juntar los monstruos-me dijiste-.

Se trata de juntar los niños.

Amar es vivir juntos en la infancia”

 

Regresé del trance,

descubrí que no estabas en la gruta,

que había vivido muchos días en un solo segundo,

que tu cueva era el Cáucaso en otoño.

Luego vinieron las explicaciones:

la visión mística,

las puertas dimensionales,

la velocidad supralumínica,

la proyección de la conciencia en el espacio- tiempo.

 

Tuve miedo de que no existieras,

así que te hice entrar en todos mis recuerdos:

Nosotros, una tarde en Salsipuedes;

nosotros frente al mural de Comalapa,

nosotros en la isla de Ometepe,

nosotros en Montparnasse,

nosotros caminando hacia la cueva de San Atanasio.

 

 

 

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