Los
encallados
I
El
único galeón está varado.
No
dará abasto su verduzco mástil
sin
la bravura ni las cuerdas.
En
la playa las saltan niñas de piernas largas
y
calzas. – Man-za-ni-ta del Pe-rú,
los
octosílabos seducen
a
las puestas de sol en sus pancitas.
Nos
forjó la palabra. Su ritmo lo cantamos
borrachos
entre flacas de muy breves vestidos,
obviando
el zarpe. Sólo somos un continente,
como
contiene al viento
cada
bolsa que cubre la falta de ventana.
Puede
ella volar hasta yacer en el carbono.
Así
hemos de volver a la palabra
que
llevamos adentro,
arrepentidos
de incendiar las naves,
uno
a uno en barcazas
para
cruzar a remo nuestra desolación.
Aterrados
cedimos
los
maderos por vino.
Dejamos
nuestros cuerpos para sacos
donde
ocultarnos en el puerto
y
vendimos las velas.
Pero
lo interno no resiste atracos,
sino
del aire. De este muerto
que
aloja en nuestras telas.
Tan
sólo el mar extiende travesías,
lo
demás es turismo:
las
ventanas del bus se empañan
y
son más bien espejos
en
que sus pasajeros se hermetizan.
II
La
palabra hacia la isla Soledad
en
la vaina, nosotros, buscando al fin objetos
para
innombrar. Pero éste es un viaje sin destino,
la
tregua entre los golpes del colegio y la casa.
Agitamos
las palmas como un fajo
de
billetes a crédito.
Nunca
hemos navegado mar adentro
y
tampoco lo haremos esta vez.
Ensordecidos
por el ruido
de levantar vestidos finos,
no
oímos canto alguno,
salvo
los que sirvieran para abrir nuevas blusas,
enaguas
y breteles.
Quedamos
las vasijas cuales anclas
tiradas
sobre la vereda
de
un continente de salvajes.
Mudos
y separados de la falta del aire,
que
desmaya rendido y lejos,
prolongando
la estela que conduce a Extinguirse.
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