Los
ruidos del alba
I
Te
repito que descubrí el silencio
aquella
lenta tarde de tu nombre mordido,
carbonizado
y vivo
en
la gran llama de oro de tus diecinueve años.
Mi
amor se desligó de las auroras
para
entregarse todo a su murmullo,
a
tu cristal murmullo de madera blanca incendiada.
Es
una herida de alfiler sobre los labios tu recuerdo,
y
hoy escribí leyendas de tu vida
sobre
la superficie tierna de una manzana.
Y
mientras todo eso,
mis
impulsos permanecen inquietos,
esperando
que se abra una ventana para seguirte
o
estrellarse en el cemento doloroso de las banquetas.
Pero
de las montañas viene un ruido tan frío
que
recordar es muerte y es agonía el sueño.
Y
el silencio se aparta, temeroso
del
cielo sin estrellas,
de
la prisa de nuestras bocas
y
de las camelias y claveles desfallecidos.
II
Expliquemos
al viento nuestros besos.
Piensa
que el alba nos entiende:
ella
sabe lo bien que saboreamos
el
rumor a limones de sus ojos,
el
agua blanca de sus brazos.
¡Parece
que los dientes rasgan trozos de nieve.
El
frío es grande y siempre adolescente.
El
frío, el frío: ausencia sin olvido.)
Cantemos
a las flores cerradas,
a
las mujeres sin senos
y
a los niños que no miran la luna.
Cantemos
sin mirarnos.
Mienten
aquellos pájaros y esas cornisas.
Nosotros
no nos amamos ya.
Realmente
nunca nos amamos.
Llegamos
con el deseo y seguimos con él.
Estamos
en el ruido del alba,
en
el umbral de la sabiduría,
en
el seno de la locura.
Dos
columnas en el atrio
donde
mendigan las pasiones.
Perduramos,
gozamos simplemente.
Expliquemos
al viento nuestros besos
y
el amargo sentido de lo que cantamos.
No
es el amor de fuego ni de mármol.
El
amor es la piedad que nos tenemos.
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