Alimento
Yo… Lo sé. Tengo ese miserable aspecto
del que va demandando cariño por las puertas.
“Quiéreme un poco. Quiéreme un poco…”
Los ojos nostálgicos hacia el coche que se aleja
y la espalda estrecha que se detiene por última vez
para decir adiós.
Yo… Lo sé. Persigo la mirada comprensiva de todas las
madres
y a veces las manos grandes de cada padre.
El susurro al teléfono que me diga: “todo está bien”
mientras la niña del pañuelo negro gira y gira
esperando la llegada del sosiego.
El apaciguamiento de la marea oscura que sube.
Y sube a la boca desde el alma que se creía ya aliviada
pero que no. Porque el alma, aunque se suponga el éxito
sobre ella,
cuando es dolorosa y cuando tiene la tez de la
angustia,
sobrevive.
Yo… Lo sé. Me estoy ahogando y no entiendo nada.
Dejé que tomara mi mano y me arrastrara hasta la
orilla.
“Vas a ver un milagro”, me dijo.
Y la niña de los zapatos negros con lacito
me miraba a la cara y me mostraba sus dientes de
conejito.
“Perdón. Perdón. Perdón.” Parecía suplicar. “Yo no fui.
No fui yo…”
Yo… Ahora cuento las varillas azules que se insertan
en aquel jarrón transparente y me pregunto:
(uno, dos tres…)
¿Por qué lo haces?
(cuatro…)
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