miércoles, 19 de marzo de 2014

ANA MERINO




La peluquería del señor Russell



En la peluquería del Señor Russell
me saludan con cariño sin conocerme,
y una anciana desdentada
me dice que mi corazón es dulce.
Yo sonrío
mientras me acomodo en una vieja silla de cuero
y escucho el sonido de las tijeras
al compás de la música arrugada
de unos discos de vinilo.
Y la cabeza me late
de caminar por el frío,
de buscar sigilosa
algún indicio azul de la primavera.
El cartero
ha dejado el bolsón de cartas
sobre la mesa de las horquillas y los peines
y se ha sentado con nosotros
a pasar el rato.
Se ha hundido lentamente
en un sofá giratorio
con orejeras.
Su cuerpo inmenso
ha sonado a océano por dentro.
Varias veces nos hemos mirado
y yo he creído ver
al rey de los peces
agonizar en su carraspeo
de voz ronca y tos sanguinolenta.
A la peluquería del Señor Russell
uno llega de casualidad
porque la casa no tiene escaparate,
sólo un cartel en la ventana
que dice que corta el pelo
incluso los domingos.
La curiosidad hace que llames a la puerta,
descubras un viejo salón
y veas como tus mechones van cayendo
junto a la chimenea.
Un mujer desde el espejo me mira,
tiene el pelo liso,
una melena corta a la altura de la nuca.
Esa mujer soy yo,
cuando se ríe,
es mi boca la que se abre.
Y el Señor Russell es feliz,
feliz de saber que sus dedos temblorosos
todavía pueden
cortarle la desolación a los días.
Y yo, que soy la mujer del espejo,
tengo que cruzarlo para volver a casa
y llevarme de la mano
al rey de los peces
para que muera con dignidad
en la laguna del cementerio,
el único lugar que conozco
donde los árboles y el viento
saben imitar el sonido de las olas
y la nieve es la espuma
de un océano inmóvil.
Tengo que darme prisa
ahora que alguien ha dejado pasar unos segundos
y yo puedo cruzar
sobre mi cuerpo,
y aletear junto al cartero
en un simulacro de mar,
en la tristeza de sus ojos redondos
y de su boca abierta
como mi risa, que va perdiendo el color
hasta llenarse de sal fría.
Tengo que darme prisa
para despertar cuanto antes
de este sueño de lápidas blancas
y abrazarme a otro sueño
que me desnude bajo la tierra
y me haga morder la manzana del paraíso.

De “La voz de los relojes”



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