3. En
el campo
Tengo el impuro amor de las ciudades,
y a este sol que ilumina las edades
prefiero yo del gas las claridades.
A mis sentidos lánguidos arroba,
más que el olor de un bosque de caoba,
el ambiente enfermizo de una alcoba.
Mucho más que las selvas tropicales,
plácenme los sombríos arrabales
que encierran las vetustas capitales.
A la flor que se abre en el sendero,
como si fuese terrenal lucero,
olvido por la flor de invernadero.
Más que la voz del pájaro en la cima
de un árbol todo en flor, a mi alma anima
la música armoniosa de una rima.
Nunca a mi corazón tanto enamora
el rostro virginal de una pastora
como un rostro de regia pecadora.
Al oro de las mies en primavera,
yo siempre en mi capricho prefiriera
el oro de teñida cabellera.
No cambiara sedosas muselinas
por los velos de nítidas neblinas
que la mañana prende en las colinas.
Más que al raudal que baja de la cumbre,
quiero oír a la humana muchedumbre
gimiendo en su perpetua servidumbre.
El rocío que brilla en la montaña
no ha podido decir a mi alma extraña
lo que el llanto al bañar una pestaña.
Y el fulgor de los astros rutilantes
no trueco por los vívidos cambiantes
del ópalo la perla o los diamantes.
Tengo el impuro amor de las ciudades,
y a este sol que ilumina las edades
prefiero yo del gas las claridades.
A mis sentidos lánguidos arroba,
más que el olor de un bosque de caoba,
el ambiente enfermizo de una alcoba.
Mucho más que las selvas tropicales,
plácenme los sombríos arrabales
que encierran las vetustas capitales.
A la flor que se abre en el sendero,
como si fuese terrenal lucero,
olvido por la flor de invernadero.
Más que la voz del pájaro en la cima
de un árbol todo en flor, a mi alma anima
la música armoniosa de una rima.
Nunca a mi corazón tanto enamora
el rostro virginal de una pastora
como un rostro de regia pecadora.
Al oro de las mies en primavera,
yo siempre en mi capricho prefiriera
el oro de teñida cabellera.
No cambiara sedosas muselinas
por los velos de nítidas neblinas
que la mañana prende en las colinas.
Más que al raudal que baja de la cumbre,
quiero oír a la humana muchedumbre
gimiendo en su perpetua servidumbre.
El rocío que brilla en la montaña
no ha podido decir a mi alma extraña
lo que el llanto al bañar una pestaña.
Y el fulgor de los astros rutilantes
no trueco por los vívidos cambiantes
del ópalo la perla o los diamantes.
De "Bustos y Rimas":
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