Canción
para ahuyentar el odio
I
Eso
que me enerva la sangre
hasta
dejarla toda odio y amarga,
que
desata lo bestia que hay en mí
y
procura los colmillos, las garras.
Eso,
compañeros, amada, Corazón,
que
ulcera los besos que doy
cada
mañana cuando me levanto.
Lo
duro de eso, que encabrona el alma,
que
hace temblar de furia mis palabras
y
lastima aun cuando no estoy solo.
Eso
de aullido, de muro, de ceguera que arde,
va
dejando las sombras, rompiendo la lámpara,
va
tejiéndose enfrente de nosotros.
II
La
furia que desbocan mis huesos,
las
blasfemias que escupen mis ojos.
Quien
ha visto a la amargura en sus rodillas
sabrá
lo que duelen estas angustias
y las
espinas de estas angustias.
Duele
de verdad, duele muchísimo.
Bruno,
con carbón dando filo a la cólera,
llevo
las heridas a que sanen a fuerza de resentimiento.
Y
aquello que permanece quieto,
en
silencio, acallado, termina por incinerarse,
termina
por ser canción, melodía de odio,
perfecta
sinfonía de amargura.
III
Un escalofrío
por mi cuerpo y un temblor sucede:
el
recuento de los daños arroja
la
mutilación de una extremidad,
sangre
coagulada, pedazos de vida mía.
Me
puebla, poco a poco desaparezco.
Apenas
el viento es brisa,
consigue
ahorcarme en un difunto grito.
Y uno
aquí solo con goteras que soportar.
Tan
solo, que la soledad se queda encerrada en un cajón.
Qué
vergüenza, qué pena: ni morirse cubre el bochorno.
IV
¿Dije
canción, melodía o perfecta sinfonía?
Aullido,
alarido, se conglomera la rabia en mi garganta.
Acuso
mala postura, desenfreno en mis movimientos.
Con
hierro hirviendo dejen marca sobre mí,
dejen
un áspero signo de abandono,
constancia
y cartografía de aquello que hirió,
de
todo aquello que, bajo el sol, terminó por cremar la vida.
Y es
que en su flama están las huellas de mi nombre
azuzando
mis brazos, mis puños.
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