Reconozco esa voz que habla del mar:
me llega desde donde la luz, lejanísima ya, duplica la estatura de mi sombra.
Reconozco esa voz que me reclama
para mostrarme en el ácimo espejo de las olas
la cruz con la que un ángel libró de todo mal mi nombre,
antes de que el granito pregonara ufano su dureza;
y antes, mucho antes, de que se doblegara al tesón del tiempo, y de las gotas.
(Hablo de un tiempo tan remoto, como la edad sin tiempo del insecto.)
Oigo tu voz. Sé que me llama, me apresuro. Y desde allí
-tú pléroma, yo arjé-, desde el hambre más honda,
puedo invocar tus manos, el secreto del fuego, la fuerza de los vientos, la pericia del agua,
y el asperón redondo y fino de la tierra que habito.
(Me abrasa la sed sin compasión de las salinas
y padezco la ceguera de quien año tras año espera que germine la semilla: mas reconozco tu voz.
Puedo. Es más de lo que quise, mucho más).
Por eso, nada ofrezco que el corazón no sepa contener:
yo intuyo el mar cuando aún es imposible sentirlo,
y tú... cuántas y cuántas veces invento que me quieres,
y que podrías hallar, si los buscaras, trocitos de pizarra entre mis dedos.
De: Ángeles y tiempo
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