La
noche en la mirada de una sola mujer
Tal
vez porque los días transcurren desiguales
y una rama no copia a la otra,
tal
vez,
ningún
aliento se despereza en el jardín de la viuda,
ningún
sonido ajeno al de las aves que ya de por sí rondan
el almendro solitario.
Lo
que otros dicen del placer hace zumbar los oídos
de la viuda, serpentear como la ese del
deseo por sus manos.
Su
amante es el silencio de ciertas noches húmedas
de calor.
No
hay nada que temer, es inocente a falsos
testimonios de dulceras hostiles
y vaqueros ansiosos por tocarla,
no romperá el candado de su fidelidad al más
allá.
Entra
un “norte” en el pueblo y la gente se persigna,
el
ventarrón golpea ventanas, puertas,
corazones mudos de soledad,
invade
los dominios de la calma en un afán por
transformarlo todo.
“Es
el muerto –dicen– que viene a proteger a la viuda”
Ni
gorrión usurpador de horizontes,
ni
chuparrosas compañero de las miradas vacías,
ni
muchacho buscador de vírgenes a la sombra de los
guásamos en el campo.
Es el
deseo.
La
fiebre humedece el pubis de la viuda, se asoma
al
jardín y luego reza padresnuestros,
avesmarías con las manos abrasadas.
El
ventarrón se cuela por la ventana abierta, desordena
sus sentidos,
pero
también se marcha.
Tal
vez porque no hay fuego sin orillas, ni gemir sin eco
en una habitación oscura,
el
silencio hará crecer un musgo todavía primaveral
en la entrepierna de la viuda.
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