jueves, 25 de agosto de 2016

JOSÉ LANDA




Días de la sed (…) 



   En el margen del arroyo se ponían a cantar sus
versos herencia de la tarde,
     no les preocupaba el amanecer, sabían mirar a
través de las plantaciones de papaya,
     los árboles eran un pretexto para entorpecer
las indicaciones de brújulas silvestres.
      El próximo amanecer, sabían, les aguardaba. No
podían posponer sus rutinarios pasos,
     el trabajo era un dios benévolo y el sudor una
esperanza inmutable.
    Entretanto, el arroyo custodiaba las confesiones,
    humedecía secretamente las palabras y cada una de ellas
debía recorrer los labios una sola vez.
    Silbaban al mirar el crepúsculo como a una mujer
celeste que desnudaba su virginidad,
    nada existía fuera de ellos en esas tierras hijas del calor,
    la ropa volvía cómplices a las piedras y la hierba,
    la desnudez era hija del agua al amparo de la primera luna.



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