Días
de la sed (…)
En el margen del arroyo se ponían a cantar
sus
versos
herencia de la tarde,
no les preocupaba el amanecer, sabían
mirar a
través
de las plantaciones de papaya,
los árboles eran un pretexto para
entorpecer
las
indicaciones de brújulas silvestres.
El próximo amanecer, sabían, les
aguardaba. No
podían
posponer sus rutinarios pasos,
el trabajo era un dios benévolo y el sudor
una
esperanza
inmutable.
Entretanto, el arroyo custodiaba las
confesiones,
humedecía secretamente las palabras y cada
una de ellas
debía
recorrer los labios una sola vez.
Silbaban al mirar el crepúsculo como a una
mujer
celeste
que desnudaba su virginidad,
nada existía fuera de ellos en esas tierras
hijas del calor,
la ropa volvía cómplices a las piedras y la
hierba,
la desnudez era hija del agua al amparo de
la primera luna.
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