III
No en
palabras de amante que el tiempo vuelve
mentirosas,
sino en orgullo,
el héroe al dios iguala.
Y es que la vida abraza nuestro divino nivel
cuando reside en el desarrollo y no en el fruto,
cuando está en el movimiento y no en la flecha,
en el rastro que deja la rodante naranja y no en el árbol,
en el memorable, alucinado viaje que sólo un niño
emprende a veces.
Así el instante a la vida otorga el ser,
porque con instantes,
con arrugas que al siguiente vuelco de la ola ya no
están,
brotará alguna vez el sólido poema.
Lento al principio, como flecha que un gallo arrastra,
torpe, como el contoneo del pingüino en la pista
del circo,
tembloroso, como el zigzagueante manubrio que lleva
un oro atravesado
entre los cuernos de metal,
y ágil, definitivamente ágil
cuando el verso vaya como los humildes veleros
impulsados por una camisa blanca,
o los zapatos de oro de las hojas
que sin conducir a nadie, viajan.
Y tú señora que haces temblar al pez después de muerto,
que pones en cabestrillo los rayos lunares heridos en la
montaña;
adorable señora que refuerzas las peceras resquebrajadas
con los esparadrapos de tus lágrimas,
míranos aunque no nos reconozcas.
Y que el mundo de oro que yace amortajado entre mis
viejos cuadernos,
vuelva a sonreírme.
Que las piedras abandonen el muro al son de la vihuela
y tu invisible semáforo detenga mis pisadas
en la orilla movediza.
Considérame, oh poesía, como un rojo caracol pegado
a tu torre incandescente.
Acércate a mí con los senos reventando de agua marina
y una flor extraña nadando en los ojos.
Has venido a la guarida de un hombre desacostumbrado
a respirar y a vivir.
Infla entonces este mundo, más arrugado que
una bellota,
y que en tus hombros se reclinen las pagodas
como grandes racimos de cabecitas de pájaros.
Comienzo a callarme.
¿De qué seguiría hablando si todo leva anclas,
si el aire atravesado en la noche por un estilete de finas
larvas luminosas,
se levanta desde temprano y purifica la cima azul?
¿De qué hablar si no del hombre,
loco de alegría, valsando con su propia sombra
cuando a la nieve le nace un hijo tan puro como ella?
Tal es mi plegaria comenzada en diciembre,
en el mes más amado de las estrellas,
cuando toda invocación es dos veces escuchada.
mentirosas,
sino en orgullo,
el héroe al dios iguala.
Y es que la vida abraza nuestro divino nivel
cuando reside en el desarrollo y no en el fruto,
cuando está en el movimiento y no en la flecha,
en el rastro que deja la rodante naranja y no en el árbol,
en el memorable, alucinado viaje que sólo un niño
emprende a veces.
Así el instante a la vida otorga el ser,
porque con instantes,
con arrugas que al siguiente vuelco de la ola ya no
están,
brotará alguna vez el sólido poema.
Lento al principio, como flecha que un gallo arrastra,
torpe, como el contoneo del pingüino en la pista
del circo,
tembloroso, como el zigzagueante manubrio que lleva
un oro atravesado
entre los cuernos de metal,
y ágil, definitivamente ágil
cuando el verso vaya como los humildes veleros
impulsados por una camisa blanca,
o los zapatos de oro de las hojas
que sin conducir a nadie, viajan.
Y tú señora que haces temblar al pez después de muerto,
que pones en cabestrillo los rayos lunares heridos en la
montaña;
adorable señora que refuerzas las peceras resquebrajadas
con los esparadrapos de tus lágrimas,
míranos aunque no nos reconozcas.
Y que el mundo de oro que yace amortajado entre mis
viejos cuadernos,
vuelva a sonreírme.
Que las piedras abandonen el muro al son de la vihuela
y tu invisible semáforo detenga mis pisadas
en la orilla movediza.
Considérame, oh poesía, como un rojo caracol pegado
a tu torre incandescente.
Acércate a mí con los senos reventando de agua marina
y una flor extraña nadando en los ojos.
Has venido a la guarida de un hombre desacostumbrado
a respirar y a vivir.
Infla entonces este mundo, más arrugado que
una bellota,
y que en tus hombros se reclinen las pagodas
como grandes racimos de cabecitas de pájaros.
Comienzo a callarme.
¿De qué seguiría hablando si todo leva anclas,
si el aire atravesado en la noche por un estilete de finas
larvas luminosas,
se levanta desde temprano y purifica la cima azul?
¿De qué hablar si no del hombre,
loco de alegría, valsando con su propia sombra
cuando a la nieve le nace un hijo tan puro como ella?
Tal es mi plegaria comenzada en diciembre,
en el mes más amado de las estrellas,
cuando toda invocación es dos veces escuchada.
De: Poesía Reunida
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