Poema en fuga
I
—¡Contestame
cabrón!— gritó Aurelia.
Continué
tomando mi café a sorbos pequeños,
estaba
casi frío y la redondez de la taza
con la
oscuridad de la bebida
me
hicieron sentir como en un túnel,
desde
donde alguien me susurraba:
—¿Ishmael,
por qué no te has muerto?
Esos
lapsus de ausencia en los momentos claves
no me
eran extraños,
mi
existencia se perdía en divagaciones
y
recuerdos de infancia,
donde
me experimentaba
como
alguien ajeno a los demás,
como
una ilusión óptica de mí mismo,
haciéndome
comprender con exactitud
lo leve
y frívolo del ser.
Aurelia
quedó en silencio
colgada
de su pregunta
y yo
cada vez más ausente,
interpretando
el fondo de mi nada,
encogiendo
mi sombra
hasta
la eterna dimensión de lo infinito,
hasta
ese valor insustancial
de la
palabra alma:
Yo,
Ishmael “El cabrón”
soy un
hombre,
porque
me arrojaron a este mundo
no
pudiendo elegir ser otra cosa.
II
Aurelia podría encontrar mis huellas
tras
los puentes que crucé,
anhelando
alcanzar las notas y el tono del mar en mis versos,
como
única excusa para mi voz,
sin
embargo sería pedirle demasiado.
Nací un
día de Junio, a mitad del año,
y vine
al mundo para ser bueno
y
sucedió que
(en el
transcurso de la vida)
hubo
días nublados,
mordiscos
de serpientes
y
mujeres bellas.
La
noche ha ido minando
mis
cultivos de hierba buena
y nadie
tendrá el coraje
de
confirmarle a ella lo malo que fui,
cuando
dediqué tiempo
para
esconder cristales en la arena,
para
que sangrara al caer la tarde,
al caer
la tarde como yo.
Para que sangrara al mirar mi viejo retrato
Para que sangrara al mirar mi viejo retrato
ante el
umbral de la adolescencia,
cuando
tuve que aceptar la vida
como
dios que todo lo permite
y todo
lo perdona.
Por ella me he arrancado las uñas
Por ella me he arrancado las uñas
y
enfoqué el punto más tenue
en la
profundidad sedimentosa de mi ser.
Un día
impreciso
vendrá
la muerte
y me
llevará a sembrar flores al campo,
a mí
que
marchité
la
buena voluntad de tantas personas
como
Aurelia.
III
La
poesía no me transfiere ningún poder,
la
metáfora es una figura
que no
me embruja;
sin
embargo sé usarla
para
hacer una ensalada de huesos
y
alimentar a mi psiquiatra.
Yo
escribo en este espacio y este tiempo
al que
estoy limitado,
desde
el suelo donde mis pies se posan,
y
recuerdo con la memoria
que en
mi cráneo olvida
detalles,
sin importancia,
de mi
historia personal:
Soy
como aquella higuera en el patio de mi casa
cuando
era niño
y ella
una
higuera.
Soy la
tristeza de ese niño que escribe estos versos
veinticuatro
años después,
vulnerable
a la voz de todo mar,
vulnerable
a todo paisaje lejano y gris.
Cansado
desciendo
por toboganes
y un
vértigo espiritual me inmoviliza
y caigo
de rodillas
extrañamente
triste:
Y es
en
estos instantes
(cuando
los ángeles dan un paso fuera del abismo
y caen
como lágrimas de pobre)
que las
mesas de los bares aguardan
con sus
mandíbulas abiertas
por
hombres extrañamente sucios como yo.
De mis huesos se sostiene
De mis huesos se sostiene
este
espíritu nocivo
desenfadado
y loco.
Nadie
descifró las sombras de la vida
como yo
lo hice
y
siento ganas de matarme
y sin
embargo
continúo
brindando
en
nombre de ella.
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