Rompeolas
Era el
amor la casa
y un
telar de borrascas
fulgor
incandescente contra el cielo.
Una alfombra de ariscado tiento
se
apegaba brillante a la tersura y temblor de la epidermis;
esa
cama inmensa de cristales
diminutos
y ciegos
que
soportaba las danzas
y el
revés repetido del mar.
Cantos en lenguas imprecisas y lúbricas
andaban
contra el viento
al
tacto arenado de los cuerpos en sed
imitando
aquel abatimiento con descaro carnal: esa visitación
el agua
del origen contra un suelo siempre nunca el mismo
donde
nada persiste nada.
La
muestra está en la sed
que
acabó por tragar a sus sedientos,
los
rastros del arrojo
deslavados
en un solo vaivén
por la
mínima espuma.
Las aguas que azotaron la casa
—
piedras rompeolas
que
declaramos nuestras —
ya no
volvieron nunca.
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