En un paisaje fétido
de puertos y estaciones
la
carga que transportan los barcos y los trenes
es un
ritmo constante en mi cabeza.
Una
empresa de sombras afina maquinarias
y un
batallón de niebla
que
todo lo carcome
nos
dice entre silbatos:
la
ciudad un cadáver que no se da por enterado.
Una
mujer de ojos hundidos
deambula
por los muelles,
reclama
su botín
y un
filo de impaciencia anida y rompe el pecho.
[En
todo esto hay una insatisfacción
de la
que nadie escapa.]
Muy
cerca de los muelles
las
putas se alimentan con el deseo ambulante
de los
hombres que bajan de los barcos
cansados
de sus propias caricias.
Allá un
ruido de luz y la ciudad,
su flor
de lujo irradia escaparates:
en ese
resplandor hay un desprecio.
Qué
ganas de que exploten las vitrinas
o se
incendien los teatros
y al
final no saber que la noche,
al
girar en la esquina,
aguza
su cuchillo
y
aquellos que en la sombra construyeron su casa
tomarán
por asalto
todo lo
que era suyo por derecho.
Así
sería feliz y rápida la muerte,
no como
en ese irse gota a gota,
como un
pesado
oscuro
martilleo
que
todo lo ensordece.
[Morir
es solamente un cambio de costumbres.]
Tal vez
pasear, salir hacia la calle,
sería
lo más ad hoc.
¡Pero
este frac es viejo
tiene
muy maltratado los botones!
De: “Canción del navegante de sí mismo”
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