El origen del mundo
A Felipe Benítez
Reyes
No se
trata tan sólo de una herida
que
supura deseo y que sosiega
a
aquellos que la lamen reverentes,
o a los
estremecidos que la tocan
sin
estremecimiento religioso,
como
una prospección de su costumbre,
como
una cotidiana tarea conyugal;
o a los
que se derrumban, consumidos,
en su
concavidad incandescente,
después
de haber saciado el hambre de la bestia,
que
exige su ración de carne cruda.
No
consiste tan sólo en ese triángulo
de
pincelada negra entre los muslos,
contra
un fondo de tibia blancura que se ofrece.
No es
tan fácil tratar de reducirlo
al
único argumento que se esconde
detrás
de los trabajos amorosos
y de
las efusiones de la literatura.
El
cuerpo no supone un artefacto
de
simple ingeniería corporal;
también
es la tarea del espíritu
que se
despliega sabio sobre el tiempo.
El arca
que contiene, memoriosa,
la
alquimia milenaria de la especie.
Así que
los esclavos del deseo,
aunque
no lo sospechen, cuando lamen
la
herida más antigua, cuando palpan
la rosa
cicatriz de brillo acuático,
o
cuando se disuelven dentro de su hendidura,
vuelven
a pronunciar un sortilegio,
un
conjuro ancestral.
Nos dirigimos
sonámbulos
con rumbo hacia la noche,
viajamos
otra vez a la semilla,
para
observar radiantes cómo crece
la flor
de carne abierta.
La
pretérita flor.
Húmeda
flor atávica.
El
origen del mundo.
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