Último acto
Que
inaugure con mis actos el festín,
eso
quieren los señores;
que
muestre los ijares rotos ante damas que eructan
junto
a la carne masticada
la
bendición que los caballeros atropellan y sepultan bajo sus axilas.
Alguna
vez fuimos los predilectos,
hijos
únicos corriendo en brazos de la corte
por
delante del hachazo al traidor,
los
pechos untados en aceite,
campanas
vertidas como un salmo sobre el colorido,
las
begonias de ébano que lustraríamos al principio de la comedia
antes
del desgarramiento por la ofrenda común,
cuando
no nos habían deshecho la redondez del alma
ni
éramos arponeados como peces.
Ya
no me gustan los señores,
aplauden
la manera de sesgar el cuello,
un
tributo a sus dioses de gula
que
asoman por los alfarjes la mítica babaza
queriendo
un festín que inauguren los bufones
con
la cabeza rebanada sobre el pecho.
Eso
piden.
Eso
logran.
Con
nosotros la noche medieval declina;
hemos
de columpiar la cabeza,
el
trofeo de los altos seres exigiendo que así, decapitados,
tristes
personajes del arte,
hagamos
un sacrificio hasta comprender la realidad:
ellos
llevan tazones al lugar donde duermen;
nosotros,
envueltos en el desliz de la burla,
nacimos
como los frutos que el comprador ignora:
enanos
y feos.
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