sábado, 5 de octubre de 2019

CARLOS MONTEMAYOR





Parral



Subo al monte de mi pueblo.
Subo a la parte más alta del monte,
encima de mis recuerdos, encima de mi vida.
El mundo y la tarde me rodean
y parecen la casa de mi infancia cuando había fiesta.
Es luz, huertas, hierba,
mineros saliendo de las minas,
madereras quietas,
ganado que entra otra vez al pueblo,
nogales erguidos entre álamos y sauces a la orilla del río.
Todo parece posible desde aquí.
Parece posible desear los veranos
en que todos los niños regresábamos del río,
en que nos mojaba los sueños con su corriente
porque pasaba no sólo con su agua
sino con todas las cosas del mundo;
todos los seres, toda la corpulencia del universo
nos cubría entre el olor de agua y de hojas y de verano
(aún muchas noches después, bajo la almohada,
pasaba el mundo en el murmullo de esa corriente). Parece posible sentir desde aquí
los membrillos donde jugábamos,
las huertas donde se agazapaba la frescura
de los veranos,
como si las tardes nos revelaran un secreto del mundo
y un recuerdo atravesara mi cuerpo desde una vida que
no era mía.
En un largo sueño, en un inmenso cuerpo
subíamos por los árboles en las tardes
hasta las más altas ramas calientes:
como besar ancianas manos, como aspirar
el olor querido de una casa que ya no existe,
como escuchar una voz muy a lo lejos, en el campo,
el leve viento y el calor inundaban mi pueblo,
inundaban el universo.
Y desde esa alta rama veíamos
todos los pueblos como el nuestro
(y no había pueblos que no fueran como el nuestro).
Los cuervos volaban sobre el río y sobre las huertas como si supieran toda nuestra vida;
éramos tan niños que no podíamos gritar que todo
permaneciera
junto a nosotros.
La tarde es amplia, segura,
aquí, en lo alto del monte.
Estoy solo.
Amo este monte como si estuviera en lo alto de la música que
amo.
Enrojecen lentamente las nubes, la tierra, las colinas.
Cae la tarde llamando a sus últimas horas.
El atardecer es como un gran árbol rojo cubriéndonos
con su sombra.
El viento recorre mis ojos, la hierba,
desprende un rumor como si fuese el nombre de algo
que amamos,
como los ecos lejanos de una fiesta en las huertas
o alguien que muy lejos grita de una colina a otra.
La tarde enrojecida, luminosa,
como si fuera la única fuente de todas las cosas,
la única explicación.
Pareciera que desde hace millares de años es la misma.
Y cuando el viento pasa sobre las cosas
(y también sobre las que no están),
abre un rumor de invisibles ramas
brotando de su árbol, de su origen.

Para Nikíforos Brettakos


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