Parral
Subo
al monte de mi pueblo.
Subo
a la parte más alta del monte,
encima
de mis recuerdos, encima de mi vida.
El
mundo y la tarde me rodean
y
parecen la casa de mi infancia cuando había fiesta.
Es
luz, huertas, hierba,
mineros
saliendo de las minas,
madereras
quietas,
ganado
que entra otra vez al pueblo,
nogales
erguidos entre álamos y sauces a la orilla del río.
Todo
parece posible desde aquí.
Parece
posible desear los veranos
en
que todos los niños regresábamos del río,
en
que nos mojaba los sueños con su corriente
porque
pasaba no sólo con su agua
sino
con todas las cosas del mundo;
todos
los seres, toda la corpulencia del universo
nos
cubría entre el olor de agua y de hojas y de verano
(aún
muchas noches después, bajo la almohada,
pasaba
el mundo en el murmullo de esa corriente). Parece posible sentir desde aquí
los
membrillos donde jugábamos,
las
huertas donde se agazapaba la frescura
de
los veranos,
como
si las tardes nos revelaran un secreto del mundo
y
un recuerdo atravesara mi cuerpo desde una vida que
no
era mía.
En
un largo sueño, en un inmenso cuerpo
subíamos
por los árboles en las tardes
hasta
las más altas ramas calientes:
como
besar ancianas manos, como aspirar
el
olor querido de una casa que ya no existe,
como
escuchar una voz muy a lo lejos, en el campo,
el
leve viento y el calor inundaban mi pueblo,
inundaban
el universo.
Y
desde esa alta rama veíamos
todos
los pueblos como el nuestro
(y
no había pueblos que no fueran como el nuestro).
Los
cuervos volaban sobre el río y sobre las huertas como si supieran toda nuestra
vida;
éramos
tan niños que no podíamos gritar que todo
permaneciera
junto
a nosotros.
La
tarde es amplia, segura,
aquí,
en lo alto del monte.
Estoy
solo.
Amo
este monte como si estuviera en lo alto de la música que
amo.
Enrojecen
lentamente las nubes, la tierra, las colinas.
Cae
la tarde llamando a sus últimas horas.
El
atardecer es como un gran árbol rojo cubriéndonos
con
su sombra.
El
viento recorre mis ojos, la hierba,
desprende
un rumor como si fuese el nombre de algo
que
amamos,
como
los ecos lejanos de una fiesta en las huertas
o
alguien que muy lejos grita de una colina a otra.
La
tarde enrojecida, luminosa,
como
si fuera la única fuente de todas las cosas,
la
única explicación.
Pareciera
que desde hace millares de años es la misma.
Y
cuando el viento pasa sobre las cosas
(y
también sobre las que no están),
abre
un rumor de invisibles ramas
brotando
de su árbol, de su origen.
Para
Nikíforos Brettakos
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