Las
muchachas de Tánger
Las muchachas de Tánger
llevan una estrella en cada seno. Cómplices de la noche y de los vientos, viven
dentro de conchas en riveras de ternura. Vecinas del sol que les sopla por la
mañana igual que una lágrima en la bota, poseen un jardín. Un jardín escondido
en el alba, en alguna parte de la vieja ciudad donde los poetas fabrican barcas
para las aves gigantes de la leyenda. Ellas trenzaron un hilo de oro en la
cabellera rebelde. Bellas como la llama encendida en la soledad, como el deseo
que levanta los párpados de la noche, como la mano que se abre a la ofrenda,
fruto de los mares y de las arenas. Van por la ciudad esparciendo la luz del
día y ofreciendo de beber a los hombres que están suspendidos de las nubes.
Pero la ciudad tiene dos rostros: uno para amar, el otro para traicionar. El
cuerpo es un laberinto trazado por la gacela que robó la miel de los labios de
la niña. Una estola color malva o tinta anudada en la frente para proteger la
palabra de la noche en el cuerpo virgen. Una flor sin nombre creció entre dos
piedras. Una flor sin perfume encendió el fuego en el velo del día ajado. Una
hendidura en los labios por donde pasa la música que hace danzar a los espejos.
Las muchachas, bajadas de una cresta vecina, desnudas detrás del velo del
cielo, muerden una fruta madura. Llueve la escama en el velo. El velo se vuelve
arroyo. Las muchachas, sirenas que hacen el amor con las estrellas. Las
muchachas de Tánger se despertaron esta mañana. Llevaban arena entre los
pechos. Sentadas en un banco del jardín público. Huérfanas.
De: “Los almendros murieron
por sus heridas”
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