sábado, 20 de febrero de 2021

MANUEL SOSA

 

 

 

Suspensión de la incredulidad, sin el poema

 

 

Falta el milagro de reconocer las pocas ofrendas
que dispersaron ante los altares vacíos, y animarlas
en otra ofrenda posterior, sin palabras, más allá del asedio:
la sumisión innata de quien versificaba, apartado
y tejiendo su propia fábula, buscando similitudes entre abismos
y enigmas, hombres guiados por mano insegura
que podía borrarles o tejerles el mismo tapiz;
el ingenio de quien seguía limando la fuerza del tribuno
sin corregir la agudeza de sus dardos;
la delicadeza del enunciador, sus devociones
repartidas como lenguas sedientas; la exactitud
del dibujante que ansiaba retratar el basilisco, sin salir
del sueño ni apartarse de su radio insólito;
la exasperación del invitado tratando de zafarse
del último estertor, una historia de barcos y círculos
que se repetían en cada horizonte, y la música
vibrando en las ventanas impacientes; la embriaguez
del padre poseído, clamando por su hija muerta
que ya no le dejaba retocar el retrato, su sombra
latiendo a la luz de la lámpara, el país a oscuras;
el desaliento del celador que adivinara el camino donde
nadie habría de renacer: la torre nocturna, asustándole
y robando sentido al oficio más despreciable, el suyo;
la perplejidad del artífice, mudándose a un estado
más tentador, donde sus provocaciones agitasen
el agua sucia (la escritura, la liturgia) y le diesen
razón de acumular obras y rédito; la vanidad del guía,
que ausculta con su vara la miseria de servirse
de los caminos y buscar amparo en las ciudades,
confirmando así su naturaleza solícita, sirviendo
al viajero que es lector y mendigo a la vez; el azoro
de los copistas, que no se resisten al martirio
de su propia especie y fatigan los manuales herméticos;
las obsesiones del ciego; el apetito del enfermo;
la altivez de quienes cierran los portones y condenan
las ventanas; la ingenuidad de admitir que se fabula
para armar alianzas… Nunca el freno, nunca el coraje
de detener el reloj con un gesto inesperado; nunca
la renuncia ante los altares y la quema de los bocetos
para defraudar a Dios; nunca el impulso contrario
ni la vejación de la realidad simulando un estado de estupor,
fingiendo degustar el treno, socavando su armazón
antes de que nazca e invada las galerías impacientes;
nunca la verdadera cesación del fluir y la conjuración
del milagro que pudiera ser el poema,
sin rebajarse a escribirlo.

 

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