Materia
de sueño
Juan Ramón Jiménez
“Los dioses no tuvieron más sustancia que la que tengo
yo”.
En esto del amor siempre tuviste la última
palabra. Una palabra inquieta de soledad sonora. La juventud se escapa por las
ventanas de mi sonrisa, que busca la tuya más allá de cualquier horizonte.
Eterna sonrisa donde se esconden los días con sus noches y sus lunas
extraviadas, infinitas, ingrávidas, metálicas hasta el ocaso. Tu cuerpo no es
de este mundo y mis manos no pueden asir lo que no alcanzan a comprender. Tú,
belleza insondable, fuente misma del placer; placer mismo, insólito, universal,
aéreo. Tú, lejana belleza atemporal e incorpórea hecha de la materia misma del
sueño; perfil de vida, temblorosa esencia escarchada, irresoluble, perfecta.
Diosa entre dioses, esperanza de flor seca y desahuciada, que meces los
inauditos tallos de la melancolía con tu mirada divina. Verdad plena bajo las
nocturnas ondas donde vago yo, ínfimo mortal, hecho no a tu imagen y semejanza;
yo, vulgar copia anhelante de originalidad, rescoldo más que lumbre entre tus
brazos kilométricos, infinitos. Átomo, molécula, diminuto ser extraviado sin tu
luz; reflejo de astro lunático: hombre a secas. Tan sólo eso, eco de tu voz;
melodía inacabada; sollozo más que llanto. Apariencia de ser y estar, de estar
y sentir, de ser y amar. Herida en la herida, hora sin tiempo, vida sin vida.
Fragmento de ti, espacio deshecho de tu cosmos, confín de soles y de cuerpos
ateridos sin tu mundo. Ideal entre ideales.
A veces pienso, inocente, esperanzado, que “los Dioses no tienen más sustancia
que la que tengo yo”. Pobre ingenuo, mortal presuntuoso debes pensar tú. ¿Cómo
siquiera podría comunicarme contigo? ¿Cómo mi verbo podría acariciarte,
penetrarte? Impía se me antoja la palabra; impía y torpe, hecha a la medida de
los hombres que sólo saben llamar al chopo, chopo; al mar, mar. Demasiado poco,
casi nada a tus ojos enormes, esenciales.
¡Universo todo, paraíso, sendero, lo que
seas! Tal vez la inmensidad abrume al común de los mortales, pero yo, en mi
sueño, acaricio tu inmensidad y me regocijo en ella. Me siento total y libre en
tu regazo. Desdeño la carne que me limita pero no el latido que te siente. Soy
mitad Dios, mitad hombre; cielo y tierra en tus brazos retorcidos de torbellino
sin aire. Por eso te canto y te venero. Por eso me reconozco orgulloso en tus
ojos y grito a los cuatro vientos, enloquecido y somnoliento, NOSOTROS, plural
infinito que nunca acaba.
De:
“Septiembre en los armarios”
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