Cada
mañana, cuando me planto frente
al espejo, a falta de hierba que recortar
o flores que puedan simular una
sonrisa, rastrillo la grava que me da
cuerpo, reacomodo las piedras de mis
ojos y las elevo hacia el cielo raso
para que la luz artificial las ilumine
como el sol al desierto.
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