El
árbol
Si
recuerdo, se perdieron detrás de las casas hundidas, de los cerros y de los
mares anaranjados del horizonte, como algo que no alcanzamos a distinguir
mientras cae o pasa, llenos de viento y alaridos cóncavos y retratos y polvo y
páginas. Estuve allí parado hasta la desaparición última; no respiraba; nadie.
Ni un pájaro muerto; ni una roja cosa cualquiera en la oquedad. Largos y
derruidos muros blancos de adobe.
Callada
y dulce alma que quizá ya no existe, bajo sombra reía y amaba…
Mis
flores dicen al musgo que mucho tiempo ha que vienen y se van sin razón; que
pasan sin verme, pero que yo estoy. Así fue con ella…
Pasaron
todos. No dejaron nada ni yo tomé de ellos nada. Se hizo el vacío. Pero fueron
reapareciendo y ahora mismo están pasando, y van silentes, desnudos, mutilados,
entrecruzados, disueltos, en sombra; no hacen ruido, no llevan nombres; sordos
y ciegos; pasan frente al espejo y no se miran; y no les veo; no existen. No sé
quiénes sois vosotros que abrís las puertas en carne, mancháis de rojo los
calendarios y sonreís ya sin ganas. Ni que esperáis, aparte del momento de
partir. ¿De dónde brotáis? ¿De entre raíces, de piedras? ¿En qué raros nidos
ováis? ¿Sois los mismos? Y cuando das la espalda, ¿adónde y para qué? He visto
a uno quedarse quieto en un zaguán; lo arrinconaron, yerto, a la intemperie;
morada de insectos, esperan que un día sirva de algo. He visto que se aúnan en
caverna, en ella se adentran y ya no aparecen; abordan el viento serpiente y
nunca más se sabe de ellos ni de sus hijos sino a la hora de partida; uno a uno
van saliendo asombrados de la visión… ¿Yo? Escucha, así ha sido.
La
voz y su preciosa piel de serpiente estuosamente desenroscada de la roca —sol,
hojarasca y humedad— se abre roja y existe, toma posesión del universo, asoma
por mis ojos y mi aliento, me llena de sí y soy algo más que un viejo tronco,
que este viejo tronco rodeado de antiguas montañas. Por ella, que los dioses
rechazaron, ingreso al tiempo y existo. En cuanto a ti, ¿qué más puedo decir?
Veo
que vienes y pasas, para estarte más allá, en la sombra que hago, tendido, y
ves pasar esa muchacha cuyo andar asombra y hace feliz, y piensas en algo
cubierto de abejas doradas; pero nada te da la respuesta. Te pones a mear y
casi lloras. En un rincón hay excremento de anoche (Bajaron los vagabundos de
la luna y eso dejaron del silencio). En mi hombro hay un pájaro y lo escrutas;
escrutas el clamor de las campanas y las gotas que comienzan a caer; y a tus
manos, que han caído y yacen muy cerca, cántaros rotos… Te mastican los minutos
y les dejas… Lo mismo pasa allá, en una sala del palacio. Bajas la oreja. Tu
hija es bella; tu mujer fecunda; y el varón arrebaña en las calles y canta.
Sufres; se ve que sufres; pero finalmente te marcharás. Han pasado años; la
flor se ha cerrado y percibo el silencio. Estáis como ciegos, simulando,
entregados a la araña; nada puedes hacer, merodees o no merodees; tu edad es
esa. Vienen por ti y esperas; siempre solo. Eso es de todo. La gran posesión:
tus manos baldadas.
Se
levanta y se marcha; pero se queda sentado. Y se pone a llorar.
Algunas
flores caen a sus hombros…
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