Poema de amor poscolonial
Me
enseñaron que las sanguinarias pueden curar la mordedura
[de
serpiente,
pueden
detener el sangrado —casi todos olvidaron esto
cuando
acabó la guerra. La guerra acabó,
dependiendo
de a cuál guerra te refieras: aquellas que empezamos,
las
anteriores, hace milenios y más,
aquellas
que me empezaron a mí, que yo perdí y gané
—aquellas
heridas que florecen sin pausa.
Un
salario me dio forma, libra a libra. Y yo libro el amor y cosas
[peores:
siempre
hay otra campaña que atravesar marchando,
una
noche en el desierto para el relámpago de cañón de tu pálida
piel
apaciguada en tu pecho, laguna de plata y humo.
Desmonto
mi caballo oscuro, me inclino ante ti, te entrego
el
tirón fuerte de mi sed, de todas.
Aprendí
Bebe en un país de sequía.
El
dolor nos place, dejamos marcas
del
tamaño de piedras —cada cabojón pulido
por
nuestras bocas. Yo, tu lapidaria, tu rueda lapidaria,
giro
—verde moteado rojo—
el
jaspe de nuestro deseo.
En
mi desierto hay flores salvajes
que
tardan hasta veinte años en abrirse.
Las
semillas duermen como geodas bajo la arena caliente del
[feldespato
hasta
que un destello de inundación estremece el arroyo,
[levantándolas
en
su flujo de cobre, las abre de memoria
—recuerdan
lo que su dios les murmuró
en
las costillas: Despierta y duélete por tu
vida.
Donde
estuvieron tus manos hay diamantes
en
mis hombros, deslizándose por mi espalda, muslos
—soy
tu culebra.
Estoy
en el polvo por ti.
Tus
caderas son luz de cuarzo y peligro,
dos
carneros de cuernos rosados que trepan una estela suave
[de
desierto
antes
de que el cielo de noviembre desate un diluvio de cien años
—el
desierto devuelto de pronto a su mar antiguo.
Levántate,
heliotropo silvestre, hierba del escorpión,
facelia
azul que sostiene el morado como un cuello puede
[sostener
la
forma de cualquier gran mano.
Manos grandes, así
llamaba ella a las mías.
La
lluvia vendrá en algún momento, o no. e
Hasta
entonces, tocamos nuestros cuerpos como heridas—
la
guerra no terminó nunca y de algún modo comienza de nuevo.
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