lunes, 29 de agosto de 2022

JHAVIER ROMERO

 

  

Carta 4.

(Las orugas)

 


El final no fue repentino.

No fue un cometa que nos impactó de frente

en el pinball del universo,

no fue el sol y su cabellera incandescente,

no fue un enjambre de átomos radioactivos

revoloteando por ciudades y bosques.

Fue algo mucho menos cinematográfico.

 

¿Recuerdas la desaparición de las orugas, Alessa?

Las orugas vivían dentro de la casa,

deambulaban entre libros y zapatos,

Vos tratabas de llevarlas a un arbusto,

pero en pocas horas

volvían a estar en tus pantuflas.

 

Vos no les temías, las amabas,

como a todo lo indefenso.

Le diste un nombre a cada grupo:

A las Macaón, las Clementinas;

a las Plusia, las Eneidas:

a las Roscas Verdes, las Marías.

 

Y también sembraste hinojo, ruda

heliconia, pasiflora,

y un girasol azul para nosotros.

“Nuestra planta hospedera

-me decías-,

seremos mariposas transparentes en alguna vida”.

 

Pero las orugas desaparecieron,

dejamos de percibir en la planta del pie

su erizada ternura;

dejamos de ver sus capullos

como hojas abrazadas a sí mismas

brotando en las ventanas de la medianoche.

 

 

Las orugas desaparecieron,

y luego también otras criaturas

se desvanecieron.

 

Y en la madrugada

no encontramos más consuelo

que imaginar la voz de las cigarras;

que encender cerillos para recordar a las luciérnagas,

que arrojar café molido en las migajas

para convencernos de que todavía existían las hormigas.

 

El final no fue repentino.

El final nunca es repentino.

Fue más bien como en el amor,

que se va soltando a pequeños tirones,

a insignificantes muertes,

poco a poco, sin saberlo,

hasta despertarse una mañana, entonces sí, de pronto,

en la estación ubicua de las extinciones.

 

De “Las Cartas de la extinción”.

 

 

 

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