Carta
4.
(Las
orugas)
El
final no fue repentino.
No
fue un cometa que nos impactó de frente
en
el pinball del universo,
no
fue el sol y su cabellera incandescente,
no
fue un enjambre de átomos radioactivos
revoloteando
por ciudades y bosques.
Fue
algo mucho menos cinematográfico.
¿Recuerdas
la desaparición de las orugas, Alessa?
Las
orugas vivían dentro de la casa,
deambulaban
entre libros y zapatos,
Vos
tratabas de llevarlas a un arbusto,
pero
en pocas horas
volvían
a estar en tus pantuflas.
Vos
no les temías, las amabas,
como
a todo lo indefenso.
Le
diste un nombre a cada grupo:
A
las Macaón, las Clementinas;
a
las Plusia, las Eneidas:
a
las Roscas Verdes, las Marías.
Y
también sembraste hinojo, ruda
heliconia,
pasiflora,
y un
girasol azul para nosotros.
“Nuestra
planta hospedera
-me
decías-,
seremos
mariposas transparentes en alguna vida”.
Pero
las orugas desaparecieron,
dejamos
de percibir en la planta del pie
su
erizada ternura;
dejamos
de ver sus capullos
como
hojas abrazadas a sí mismas
brotando
en las ventanas de la medianoche.
Las
orugas desaparecieron,
y
luego también otras criaturas
se
desvanecieron.
Y en
la madrugada
no
encontramos más consuelo
que
imaginar la voz de las cigarras;
que
encender cerillos para recordar a las luciérnagas,
que
arrojar café molido en las migajas
para
convencernos de que todavía existían las hormigas.
El
final no fue repentino.
El
final nunca es repentino.
Fue
más bien como en el amor,
que
se va soltando a pequeños tirones,
a
insignificantes muertes,
poco
a poco, sin saberlo,
hasta
despertarse una mañana, entonces sí, de pronto,
en
la estación ubicua de las extinciones.
De
“Las Cartas de la extinción”.
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