Al
final del invierno
En
este tiempo oscuro solo la infamia resplandece.
La
vida es apenas una triste conversación con los
fantasmas.
Toda
la tarde una lluvia negra nos hizo enloquecer.
Cayeron lentas y sucias las nubes desde el cielo
hasta llenarnos los ojos de barro y de silencio.
Los
sueños se volvieron tan atroces
que únicamente podíamos soñarlos
poniéndonos pastillas debajo de la lengua.
Cuando
mirábamos fuera, veíamos
hasta qué punto se habían convertido
en una impostura aquellas cosas que quisimos cambiar.
Cerramos
las puertas para que no entrara el mundo,
para no ser heridos otra vez
por el idioma de los difamadores.
La
ceniza, poco a poco, fue cubriendo
la extensión de nuestro amor.
Pedíamos
un poco de luz, algo en que creer,
pero ninguna señal se revelaba.
Por
la noche, en medio del zumbido
de los electrodomésticos, los insomnios
no dejaban de agolparse en todas nuestras visiones.
¿Por
qué el deseo de un nuevo mundo
nos ha humillado tanto?, me preguntaste.
Fue
entonces cuando oí algo
respirando allá afuera, en los patios traseros,
junto a la ropa tendida hacía mucho tiempo por mi
madre,
junto a aquella forma suya de limpiar la casa y ordenar
el mundo como si con ello pudiera detener la historia,
las catástrofes personales y la diaria expulsión del paraíso.
Fue
entonces cuando me decidí a salir, cuando vi
estos días azules y este sol de la infancia
y supe que nada había muerto.
De: “La
fragilidad”
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