I
Quizás
ayer, en el equívoco trance entre el recuerdo y el sueño,
fue cuando empecé a reconocerme en los gestos de mi padre.
La brisa caliente del incendio final, o su memoria,
me trajo su rostro antiguo;
el argentino brillo de las adargas hispanas
asomadas por la boca de la bestia, que acezaba
el húmedo furor del instante inevitable.
En la tormenta de su mirada percibí el acero
Penetrando en el corazón del pájaro,
el azoramiento del paisaje con sus lagos volubles,
el olor de la sangre, el desgarro del fuego,
el estertor de la ciudad sagrada.
Quizás desde ayer, mientras el colibrí bate sus alas y el viento secular
gasta los vértices de la Gran Pirámide, espero el auxilio de los dioses.
II
Desde la torre escasa que apuntala el día
he visto
el portentoso salto de la bestia sobre la sima
de cadáveres mutilados; a la tácita lanza
penetrar por la cruz del caballo
y a su punta mortal asomarse por la cinchera…
he visto
los dientes del equino en la inútil porfía de
morder el viento que sacudía su noche repentina
y a sus cascos eludir la mirada del jinete decapitado;
a la súbita lámpara iluminar el asombro del toro…
he visto
el puño huérfano de brazo ciñendo la espada
y a Picasso testificar la infamia humana…
he visto tanto que, desde aquel día en que oí el relincho
final mezclarse con el estruendo de la guerra,
busco entre las ruinas la herradura que el potro perdió
un segundo antes de su salto interrupto y que de no calzarla
le hubiese evitado –tal vez- compartir la suerte del jinete.
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