Rumor del valle
Cuando
comencé a viajar,
no
pude resistir la tentación de parar
en
la estación equivocada.
Pequeño
pueblo de bombilla en la escalera,
habitar
cualquiera de tus casas era bailar
en
una ronda de gaitas y tambores.
No
importaba la lengua arenosa,
ni
el calor colándose en la pared de la cocina.
Bastaban
eso sí los olores de la tierra,
a
lentitud descalza en el centro de la plaza.
Nadie
tenía nombre
y
sin embargo todos se llamaban.
Las
mujeres pintaban sus labios
en
punto de las seis
y los hombres aplastaban fichas
en medio
de los gritos y la fiesta.
Pero
un día llegaron los falsos monjes
a pintar con aerosoles
agujeros negros en tu cielo.
Pequeño
pueblo,
ahora
que vuelvo con el camino despejado,
ahora
que la brújula señala el norte sin equívoco
hay algo
que no entiendo,
todos
callan
y
una fila de cantadoras
con velas en las manos
alumbran la marcha
que
aleja a los niños
de
la prometida tierra.
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