Mantenerse
fiel a las ideas es más fácil para un perro
Si
el peso de un hombre
es inversamente
proporcional a su vacío,
el
peso de un perro
es
inversamente proporcional a su ladrido.
Lo
sabemos y, por ello, lo saludamos
para
que nos deje entrar.
El
perro nos dice «buenos días».
Nosotros,
en contestación, le ladramos.
Mercado
de Belén se llama, aquí al lado del río Itaya.
También
estuve con mi padre en el otro Belén,
allí
descubrió que a Dios lo respiramos.
Nos
advirtieron varias veces de no ir a ningún Belén.
En
Tierra Santa un soldado,
aquí,
en la selva, un mototaxista.
En
el otro Belén mi padre se deslizó y besó
el
lugar donde -dicen- nació
Jesucristo.
Aquí,
nosotros, nos agachamos para recibir una «limpia»
que
«cura» la infertilidad.
A
ella le atraen las paradas con productos esotéricos,
«los
amarres» y los «brebajes afrodisiacos»
(el
«R.C.», el «Sígueme Sígueme»).
Compramos
«Palo santo», «Ají charapita»
y
jabón «Abre caminos».
También
un extracto de «Uña de gato» con «Maichil».
Le
han dicho que deshace los tumores,
como
ese que le ha brotado a mi padre
en
la hipófisis,
como
una perla de átomos.
(Y
al que oigo expandirse desde dentro de mí).
Salimos
del mercado,
el
perro se despide de nosotros.
Yo,
en agradecimiento, le arrojo mi ser.
Al
salir de Belén, en Tierra Santa,
unos
soldados nos pidieron los pasaportes
y
nos preguntaron si sabíamos ladrar.
«¿El
peso de ser extranjero en tu propia tierra
será
el mismo que el de no ser?»,
le
pregunto al mototaxista Bora
que
nos trae de vuelta.
«Tanto
buscar el origen, la divinidad,
cuando
hasta un simple gusano suri
es
hijo de la colisión de dos estrellas», me dice.
¿El
epitafio será entonces el haber nacido?
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