Al
administrador que viene a cobrar sentido
Míreme
bien.
No
tengo nada que ofrecerle.
No
conservo billetes ni monedas,
sino
deudas e impagos
en
los locales públicos,
donde
pido constantemente
flores
de magnolia
y
gladiolos recién sacados de la tumba.
¿Ve
usted?
Soy
sólo el cliente tendencioso
que
bautiza los vasos derramados
mientras
contempla al viejo camarero
lavar
inagotables platos.
Lo
contemplo y aprendo:
él,
lava platos; yo, lavo mis pensamientos
para
poder sentir de nuevo
lo
que me he olvidado de sentir.
Miro
cómo se lustra la vajilla
y
vuelvo a la penumbra.
La
luna de la noche de verano
alimentó
durante muchos años
mi
sensibilidad; ahora,
la
purpúrea muchedumbre
del
flamboyán la adorna.
¿Comprende?
No
tengo nada porque nada es mío.
Alguna
vez contemplo
una
sonrisa desde una mesa de mármol
o a
un cazador de patos que equivoca su presa.
Eso
es todo.
Creo
sinceramente
que
en muchas ocasiones no soy más
que
una jirafa alzándose hasta hojas imposibles,
o un
tigre que ha perdido cada raya
y no
puede juntarlas con la cebra.
¿Me
entiende?
En
las calientes noches de verano,
y a
la luz de las lámparas,
la corona
republicana cae
de
la frente del rey
para
brillar a solas.
Yo
soy igual que esa corona.
Ya
sabe:
en
Alabama siempre te miran a los ojos,
y en
San Antonio (Texas) no nos conoce nadie.
El
sentido de la alegría,
tal
vez, sólo nos lo podría dar
el
trébol y la espada, y un poco de ginebra.
¿Lo
ve?
El
viejo camarero
ha
terminado su trabajo;
yo,
sin embargo, sigo lavando platos siempre,
mientras
huye el placer
como
un lagarto entre las piedras.
Le
doy vueltas, medito y
no
sé cómo podría darle algo de valor.
La
tortuga es paciente, admito
que
un cobrador no lo es. Podría
mirar
al seductor de caracoles:
él
también tiene prisa, y es paciente.
Acepto
que
la tristeza llega igual que un buey:
a la
luz de la luna,
mientras
las lágrimas se secan
en
los pómulos de la amante,
y
los cangrejos abandonan
conchas
que se quedaron muy pequeñas.
¿Sabe?
Creo que, de cualquier manera,
a lo
mejor podría sacar algo:
una
oración para la iglesia,
un
libro para un dormitorio verde,
un
olor cálido y felino…
o
simplemente angustia, humillación y angustia:
lo
que cultivo en mi terraza sórdida.
Pero
dejemos este asunto
a un
lado por ahora. Dígame,
¿conoce
usted las olas de carne reluciente
o el
reino del león de Mozambique?
Mi
historia de amor con Lucienne
tiene
mucho que ver con esas cosas.
Ya
veo que no sabe de lo que hablo,
pero
le prometo que es verdad.
Bueno,
perdone lo que he dicho:
nunca
prometo nada ni me gusta hacer planes.
Por
eso leo poesía y trato,
furiosamente,
de escribirla.
Sigue
sin entenderme,
no,
no hace falta que lo admita:
me
lo dicen sus gestos. Mire,
soy
un turista americano
que
duerme en una playa de Tailandia,
y un
boxeador libanés
que
sueña con vivir en Nueva Orleáns.
Eso
es todo.
Ahora
dejaré
los
platos que quedaron sucios
para
otra noche.
No,
ya sé que usted nunca
podría
comprender lo que hago.
No hay comentarios:
Publicar un comentario