viernes, 3 de enero de 2025

IVÁN CABRERA CARTAYA

 

 

 

 

Al administrador que viene a cobrar sentido

 



Míreme bien.

No tengo nada que ofrecerle.

No conservo billetes ni monedas,

sino deudas e impagos

en los locales públicos,

donde pido constantemente

flores de magnolia

y gladiolos recién sacados de la tumba.

 

¿Ve usted?

Soy sólo el cliente tendencioso

que bautiza los vasos derramados

mientras contempla al viejo camarero

lavar inagotables platos.

 

Lo contemplo y aprendo:

él, lava platos; yo, lavo mis pensamientos

para poder sentir de nuevo

lo que me he olvidado de sentir.

Miro cómo se lustra la vajilla

y vuelvo a la penumbra.

 

La luna de la noche de verano

alimentó durante muchos años

mi sensibilidad; ahora,

la purpúrea muchedumbre

del flamboyán la adorna.

 

¿Comprende?

No tengo nada porque nada es mío.

Alguna vez contemplo

una sonrisa desde una mesa de mármol

o a un cazador de patos que equivoca su presa.

Eso es todo.

 

Creo sinceramente

que en muchas ocasiones no soy más

que una jirafa alzándose hasta hojas imposibles,

o un tigre que ha perdido cada raya

y no puede juntarlas con la cebra.

 

¿Me entiende?

En las calientes noches de verano,

y a la luz de las lámparas,

la corona republicana cae

de la frente del rey

para brillar a solas.

Yo soy igual que esa corona.

 

Ya sabe:

en Alabama siempre te miran a los ojos,

y en San Antonio (Texas) no nos conoce nadie.

El sentido de la alegría,

tal vez, sólo nos lo podría dar

el trébol y la espada, y un poco de ginebra.

 

¿Lo ve?

El viejo camarero

ha terminado su trabajo;

yo, sin embargo, sigo lavando platos siempre,

mientras huye el placer

como un lagarto entre las piedras.

 

Le doy vueltas, medito y

no sé cómo podría darle algo de valor.

La tortuga es paciente, admito

que un cobrador no lo es. Podría

mirar al seductor de caracoles:

él también tiene prisa, y es paciente.

Acepto

que la tristeza llega igual que un buey:

a la luz de la luna,

mientras las lágrimas se secan

en los pómulos de la amante,

y los cangrejos abandonan

conchas que se quedaron muy pequeñas.

 

¿Sabe? Creo que, de cualquier manera,

a lo mejor podría sacar algo:

una oración para la iglesia,

un libro para un dormitorio verde,

un olor cálido y felino…

o simplemente angustia, humillación y angustia:

lo que cultivo en mi terraza sórdida.

 

Pero dejemos este asunto

a un lado por ahora. Dígame,

¿conoce usted las olas de carne reluciente

o el reino del león de Mozambique?

Mi historia de amor con Lucienne

tiene mucho que ver con esas cosas.

 

Ya veo que no sabe de lo que hablo,

pero le prometo que es verdad.

Bueno, perdone lo que he dicho:

nunca prometo nada ni me gusta hacer planes.

Por eso leo poesía y trato,

furiosamente, de escribirla.

 

Sigue sin entenderme,

no, no hace falta que lo admita:

me lo dicen sus gestos. Mire,

soy un turista americano

que duerme en una playa de Tailandia,

y un boxeador libanés

que sueña con vivir en Nueva Orleáns.

 

Eso es todo.

Ahora dejaré

los platos que quedaron sucios

para otra noche.

No, ya sé que usted nunca

podría comprender lo que hago.

 

 

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