Para M. M. O., 1880-1974
El
enorme témpano partido espera
fuera
del puerto como una nave espacial.
Manda
emisarios: peces
helados
y roídos, terrones flotantes,
canoas
de hielo blanco como novias.
Acecha
un poco más allá de la boca
cálida
e hirsuta del puerto, las bayas
veraniegas
en los arbustos, el hedor fuerte
de
los pescados salados que se secan sobre
listones
de madera. Espera. Esconde nueve
décimos
de su volumen de metal
implacable
debajo de la cincha del agua,
frígido
como dientes de bacalao, aún
ahora
en julio. El mar baña
sus
infinitos y pálidos flancos con cicatrices.
Se
asienta el témpano, bello como un sombrero,
nevado
como las plumas de una garceta,
esperando
llamar al próximo para el otro
mundo
más allá del navío
absolutamente
congelado.
Ella
camina hacia
el
agua sin el andador.
Sin
ninguno de los tres bastones que siempre
se
le pierden, de los que se burla, que busca
y
luego encuentra sobre el brazo. Acaba de
arreglarse
el pelo, los bucles plateados
obedientes
como los zarcillos de hiedra
sobre
la frente de su hijo. Lleva
un
vestido gris de cuello blanco,
zapatos
formales, medias también blancas,
un
broche de diamante, y pone el pie
sobre
el cristal nublado del hielo
y
flota hacia su madre, flota
hacia
el témpano blanco que espera
hace
noventa y tres años que una muerte
calurosa
le lleve a su hija preferida a casa,
una
habitación nívea, larga, fresca,
las
cortinas de encaje de la sala que ondulan
como
banderas en el cielo de verano.
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