El
gremio
Cada
noche, cuando mi abuelo se sentaba
en
la sala en penumbra frente al fuego,
el
alcohol como lumbre en la mano, su ojo
que
brillaba sin sentido a la luz
de
las llamas, su ojo de vidrio aciago y pétreo,
un
joven se sentaba con él
en
el silencio y la oscuridad, un universitario de
piel
blanca, tersa, una cara angosta
y
bella, una frente ancha
y
abovedada, y unos ojos ambarinos como la resina
de
los árboles demasiado tiernos para ser cortados.
Era
su hijo quien se sentaba, como un aprendiz,
noche
tras noche, su copa de brasas
junto
a la copa de brasas del viejo,
y
bebía cuando bebía el viejo, y aprendía
el
oficio del olvido —ese joven
aún
no cruel, su pelo oscuro como la
tierra
que nutre las raíces del árbol,
ese
hijo que llegaría a ser, en su turno,
mejor
en esas cosas que su maestro, el aprendiz
que
superaría al maestro en la crueldad y el olvido,
que
bebería sin cesar frente a las llamas en la penumbra,
ese
joven, mi padre.
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