Poema del ausente
El
empañado juego de luces que enmarca la línea de la
carretera, parece de lejos, la señal de una invasión aérea.
Por lo tanto lo que me embarga es una sensación
que no es perplejidad ni ese cosquilleo que se siente en las yemas
de los dedos cuando presentimos que algo nos va a suceder
y no estamos preparados para evitarlo. La vida en el último piso de
los edificios tiene esas características, llegar a creer en las ventajas de la
levedad. Las fronteras del cuerpo y el espacio están categóricamente
fijados por la gruesa pared de cristal que nos recuerda que estamos
confinados y que no cabe escapatoria alguna. Son las normas fijas de la
propiedad privada. Ni siquiera el sueño se ubica en lo etéreo,
Ya que el olor de los ductos, de los electrodomésticos, destruyen
la ilusión de haber escapado por el territorio de las nubes. No
ocultamos la suerte de las criadas extraviadas en los ascensores,
los azares de las correspondencias que no llegan al usuario: cuando
han desaparecido los adverbios se ha borrado la línea del alba,
Ya no está la taza de café, la hoja en blanco que nos
Permitió vivir por vivir, soñar descaradamente con las nubes.
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