Armarios
Mi
abuela tenía un armario al final del pasillo.
Un
armario océano,
de
madera brillante
y un
espejo en cada una de sus puertas.
Fue
el regalo de la madre de mi abuela el día de su boda.
Nunca
fui de vestirme con la ropa de otros
ni
de buscar máscaras en el maquillaje
-aunque
sí que le robé el perfume a mi madre
en
algunos días de fiesta,
a la
puerta de la iglesia.
Pero
aquel armario,
el
primer armario de mi vida
estaba
lleno de cajones,
y en
cada uno de ellos se escondía
una
historia familiar, un recuerdo de suspiros olvidados.
Mientras
mis vecinos corrían detrás del balón,
o se
escondían en el frontón para fumarse su primer cigarrillo
o
intentar completar el inexperto círculo de una caricia,
yo
me perdía en la geografía océano de aquel armario,
me
encerraba en el nuevo territorio conquistado
y
comenzaba,
en
un rito heredado,
a
abrir los cajones
uno
a uno,
poco
a poco,
con
la ceremonia
que
imitaba la del cura al alzar el cuerpo de Cristo.
Y
siempre descubría un nuevo tesoro:
una
carta
escondida
al fondo, debajo de los manteles de Navidad,
o
una fotografía de una sonrisa para todos desconocida,
de
un uniforme que nunca colgaba en las paredes.
Aquellos
veranos en casa de mi abuela,
dentro
del armario,
conservan
el olor a alcanfor y el silencio
de
las historias que solo unos pocos recordaban,
como
la mina de oro de la abuela de mi abuela,
de
la que solo quedaba el recuerdo de unas escrituras
olvidadas
en el último de los cajones del armario
-y
que un día convertí en una colección de sellos
y en
gritos de reproche de mis tías solteronas.
Mi
madre solo tenía un armario en su habitación.
Un
armario que desapareció en la primera mudanza.
Un
armario de madera barata y de cajones vacíos.
Los
armarios de mis casas siempre fueron pequeños.
Demasiado
pequeños para conservar secretos.
Armarios
que terminaron siendo empotrados,
como
ausentes,
prácticos,
que
compartían paredes forradas con los pasillos.
Armarios
sin espejos en sus puertas blancas, oscilantes.
Armarios
que,
como
mucho,
esconden
el misterio
de
un calcetín huérfano o de esa camisa a cuadros
que
siempre aparece en un rincón, con olores de infancia
y al
primer beso
nervioso
detrás
de los árboles,
con
la resina todavía fresca en la punta de los labios.
Y
poco más
puedo
decir
de
los armarios de mi vida.
Y
poco más
quiero
decir
ahora
que se han vuelto transparentes.
De: “El hombre que yo amo”
No hay comentarios:
Publicar un comentario