jueves, 2 de octubre de 2025

JOSÉ MANUEL LUCÍA MEGÍAS

 

  

Armarios

 

 

Mi abuela tenía un armario al final del pasillo.

Un armario océano,

de madera brillante

y un espejo en cada una de sus puertas.

 

Fue el regalo de la madre de mi abuela el día de su boda.

 

Nunca fui de vestirme con la ropa de otros

ni de buscar máscaras en el maquillaje

-aunque sí que le robé el perfume a mi madre

en algunos días de fiesta,

a la puerta de la iglesia.

 

Pero aquel armario,

el primer armario de mi vida

estaba lleno de cajones,

y en cada uno de ellos se escondía

una historia familiar, un recuerdo de suspiros olvidados.

 

Mientras mis vecinos corrían detrás del balón,

o se escondían en el frontón para fumarse su primer cigarrillo

o intentar completar el inexperto círculo de una caricia,

yo me perdía en la geografía océano de aquel armario,

me encerraba en el nuevo territorio conquistado

y comenzaba,

en un rito heredado,

a abrir los cajones

uno a uno,

poco a poco,

con la ceremonia

que imitaba la del cura al alzar el cuerpo de Cristo.

 

Y siempre descubría un nuevo tesoro:

una carta

escondida al fondo, debajo de los manteles de Navidad,

o una fotografía de una sonrisa para todos desconocida,

de un uniforme que nunca colgaba en las paredes.

 

Aquellos veranos en casa de mi abuela,

dentro del armario,

conservan el olor a alcanfor y el silencio

de las historias que solo unos pocos recordaban,

como la mina de oro de la abuela de mi abuela,

de la que solo quedaba el recuerdo de unas escrituras

olvidadas en el último de los cajones del armario

-y que un día convertí en una colección de sellos

y en gritos de reproche de mis tías solteronas.

 

Mi madre solo tenía un armario en su habitación.

Un armario que desapareció en la primera mudanza.

Un armario de madera barata y de cajones vacíos.

 

Los armarios de mis casas siempre fueron pequeños.

Demasiado pequeños para conservar secretos.

Armarios que terminaron siendo empotrados,

como ausentes,

prácticos,

que compartían paredes forradas con los pasillos.

 

Armarios sin espejos en sus puertas blancas, oscilantes.

Armarios que,

como mucho,

esconden el misterio

de un calcetín huérfano o de esa camisa a cuadros

que siempre aparece en un rincón, con olores de infancia

y al primer beso

nervioso

detrás de los árboles,

con la resina todavía fresca en la punta de los labios.

 

Y poco más

puedo decir

de los armarios de mi vida.

 

Y poco más

quiero decir

ahora que se han vuelto transparentes.


De: “El hombre que yo amo”

 

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