Frutos
nocturnos
Debiste
darme las ropas del polvo,
ese ciego de huracanes que cierran las puertas
para renovar el asombro como un temblor involuntario
y tirarme de a loca.
Debiste
dormir entre mis frutos esa noche,
pasar tu cabeza entre el nudo imposible de mi sombra,
enterrar la nostalgia que el hogar aglutina impunemente.
Es
que dios se descuida
cuando decimos en silencio
o en voz alta la caricia
y sedientos
desquebrajamos
el grito primordial entre cuerpos.
Librados
suscitamos el asombro
o la certeza,
la natural generosidad que propicia
amarnos libremente.
El
vértigo del caos
cierra la boca a nuestro abismo,
después, incandescentes
caminamos bajo su luz perfecta.
Ardemos
como una sola brasa
en el lamento de ciegos primitivos
con la única conciencia
que sostiene nuestros pasos.
No
hay ya distancia
ni confusión,
sonido o movimiento,
la hora es precisa mientras la sangre
reconoce todos los huesos.
La
fatiga engañosa nos ahoga,
el cansancio
o el miedo de perder los cuerpos.
Brutalmente
nos encerramos
a nuestra permanencia,
nos empapamos los ojos
en la agitación del deseo
para mover las direcciones,
la transparencia en la humedad
del cuerpo futuro,
cuerpo nuevo, imperativo,
sin mentiras bajo la lengua
mientras la piel expuesta contrarreste
la entonación de los desnudos,
perfectamente desnudos
para que las aves emprendan el vuelo
antes de despertar en cada pulso a la conciencia.
Oculto
el alarido,
en todas las esquinas se escucha el soplo,
la grieta inicial donde el susurro se infiltra
en la punta de la lengua,
a veces
en el invencible infortunio que es vida.
Concentran
las alas su presencia
en vapores subterráneos.
Tengo
a la delicia en vuelo vigoroso,
a la anchura catedral
en combate de asfixias.
También
temo reconocerme en infinitos,
amanecer con su luz en los párpados
tras la pequeña muerte.
toda
la tierra,
todo el porvenir,
la fortuna
y el sueño final de la batalla.
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