Sangre
adentro
Como
se entra en calor
yo voy entrando en sangre.
Primero
por el peso de los párpados
y el ardor de los ojos.
Después, por el pequeño golpeteo a sordina
que hiere el yunque de las sienes.
Luego, por el reloj de las arterias
que va marcando el pulso de la vida,
y un fuego de rubor que sube al rostro
por la escalera dura de la fiebre.
Yo
voy entrando en sangre.
Dejadla
fluir
y que la boca de la herida cante.
Dirá
pausadamente a los comienzos
lo que después ha de gritar a borbotones.
Empezará
a correr como un hilillo
casi inocente
para inundar la historia
con su líquida lámpara y su esfuerzo.
Porque
los dioses, los altivos dioses,
no tienen sangre.
Sólo
nosotros, digo, con la marca y marea
de su flujo,
desde que era doncella nuestra madre,
desde que su amapola de ternura
se rasgó para darnos cal y canto,
desde que en el pulmón del primer aire
nuestro grito inicial abrió las puertas.
¿O
estaba nuestra sangre en otra sangre,
y desde ayer venía persiguiéndonos?
(De
un color en el mar —sangre del mundo— ,
de otro color entre las venas de los bosques).
¡Oh,
sí! Yo soy mi sangre. Y ella empina
la sustancia del canto.
Vedla
bajar por aluvión de siglos
hasta lengua y garganta,
a veces como amor, como tornado,
como pecho rajado por la guerra,
como víscera rota.
Vedla
venir de los varones
y de las hembras del pasado,
en el torrente de una magia
creadora, inevitable.
¡Cuánta
memoria de sonrisa y llanto!
¡Qué aglomerados miedos en su nombre!
Y el
jardín de la muerte con sus flores
a medio abrir, abriéndose, ya abiertas,
para que el semen de los cementerios
edifique la sangre de los hijos.
Si
el hombre navegara sangre adentro
y supiera el rumor de su congoja,
el gorgoteo de su instinto
y la burbuja de su pensamiento;
si el hombre, como un ojo sangre adentro,
viera su eternidad y su minuto
y la arista cabal de su destino,
sabría ya que hay una sola sangre,
la de los muertos y la nuestra, ardiendo.
Ardiendo
desde ayer y para siempre
en cada voz,
en cada rayo
de la palabra y de la luz y el crimen.
Esta
es la sangre nuestra.
Porque
los dioses, los altivos dioses,
no tienen sangre.
Dejadla
fluir
y que la boca de la herida cante.
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