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Han dejado las ausencias de acosarme y decido llevar a
cabo una excursión por la Isla. Debo dejar atrás mis anclas, el recelo ante el
personaje recientemente descubierto y subir a la montaña.
El sol de mayo reparte sus calores sin importar los
grados y la longitud de los plumajes impide mi hundimiento en la grava térmica.
Los árboles frutales y la diversidad de flores no le
dan a mi vista punto de reposo.
A orillas del pantano bostezan grandes saurios y en los
palos mayores alcanzan a divisarse nidos con cabezas humanas. Mis cejas no
pueden desviar las gotas de sudor. El lodo me llega a la mitad de los muslos.
Por fin, escoltado por batracios voladores, llego a la
parte más alta del monte, donde una roca triangular y un manantial me obligan a
arrodillarme y a hacerme una herida en el vientre con una daga de madera.
Así dormí hasta el atardecer. Me disponía a iniciar el
descenso, cuando encontré esta oración, escrita con letra idéntica a la mía, en
la cara oculta de la roca: “Si te pido que dejes tu sonrisa en una pirámide y
tu sonrisa desaparece, ¿Qué harás cuando te ruegue que dejes tus labios junto a
una cresta oval? ¿Qué harás, me digo, cuando te pida que abandones tu pequeño
bajel, que algunos llaman cuerpo, en el remolino de las sabanas? ¿Qué harás,
insisto, cuando te obligue a no beber de los líquidos dejados por El Sediento
en la miel de las cañas?
Siento que vienes hacia mí, pero de espaldas, y que te
alejas aunque aquí entre mis piernas tengo las tuyas.
Ensartada en mi lengua vive tu oreja derecha.
Infiltrada en mis intestinos vive tu mano izquierda.
Tu piel es un sabor, no solo una extensión de la
hermosura, tu corazón es un manantial en lo alto de una montaña y mi voz es un
puñado cerrado que golpea las puertas de tu pecho”.
De “Una isla de breves
ausencias”
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